domingo, 29 de enero de 2023

El honor a la sombra del maestro samurái

David B. Gil

El guerrero a la sombra del cerezo

Suma, 2017

sábado, 28 de enero de 2023

El bushidô divulgado en Occidente

Inazô Nitobe

Bushido. El alma de Japón

Satori Ediciones. Gijón, 2017


A veces, la nueva edición de un clásico no hace más que sumar papel a algo que ya era suficientemente conocido en ediciones aceptables todavía en circulación. Confieso que era lo que pensé antes de abordar la lectura de esta versión de Satori Ediciones, pero no tardé en darme cuenta de que estaba equivocado. En este caso, la editorial especializada en literatura japonesa recupera una apreciable traducción antigua del libro de Inazô Nitobe (1862-1933) sobre la filosofía samurái, y lo hace, como ya nos tiene acostumbrados, con un lujo y cuidado exquisitos. 

No sólo la calidad física de esta edición es destacable. Resulta también oportuno el aparato crítico que acompaña el texto de Nitobe: la introducción de David Almazán, las notas de José Pazo y los dos epílogos escritos por este novelista y traductor del japonés, verdadero responsable de la edición, en la que suponemos ha trabajado con un interés personal añadido. La razón de esta implicación personal es que la traducción que nos ocupa no es otra que la de su bisabuelo Gonzalo Jiménez de la Espada y Fernández de León (1874-1938), uno de los primeros occidentales contratados por el gobierno Meiji como profesor, que se interesó por la cultura japonesa e impartió clases durante diez años de la Escuela de Estudios Extranjeros de Tokio. Jiménez de la Espada tradujo el libro de Inazô Nitobe de su original inglés de 1900 y lo publicó en Madrid en 1908, contribuyendo al auge del japonismo que por entonces corría en nuestro país.

El libro es una síntesis divulgativa de la filosofía moral del bushidô, literalmente vía del guerrero, dirigida al público occidental desde la óptica de un japonés convertido al cristianismo. Nitobe explora las raíces budistas, sintoístas y confucianas de la ética samurái, y aborda uno a uno en los sucesivos capítulos los valores morales más importantes: rectitud (gi), valor (yu), benevolencia (jin), cortesía (rei), veracidad makoto), honor (meiyo), lealtad (chûgi), educación (kyôiku kunren) y autodominio (kokushin). No obvia la cuestión del suicidio (seppuku) ni, por supuesto, deja de explicar el valor simbólico de la espada (katana). Y dedica también un apartado la posición de la mujer en esta cultura guerrera que tanta influencia ha tenido en la sociedad japonesa desde el período Kamakura (1185-1333) hasta nuestros días.

Lo más impresionante del enfoque de Nitobe es, sin duda, su asombrosa capacidad para explicar el código militar japonés poniendo en relación su contenido con referencias constantes a la cultura guerrera de Occidente, desde los clásicos grecolatinos a los códigos de caballería medievales. Pero Nitobe va más allá del ámbito militar y alude en numerosas ocasiones a filósofos (Berkeley, Lessing, Smith, Fichte, Hegel, Emerson, Nietzsche, Spencer), a poetas y escritores (Shakespeare, Carlyle, Scott, George Eliot, Balzac), así como a historiadores, antropólogos y científicos. También hay citas de teólogos y de los Evangelios, en las que Nitobe observa concomitancias entre la ética cristiana y la del bushidô. Con este trabajo de erudición no sólo muestra una amplísima cultura, sino que revela ser un perfecto exponente del diálogo intercultural y un maestro de la literatura comparada. Gracias a estas alusiones, a las citas y comparaciones que oportunamente va estableciendo, Nitobe nos acerca a una cultura que resultaba muy extraña a ojos de los occidentales de hace más de un siglo, nos familiariza con sus raíces y nos sitúa en el contexto histórico japonés con la certeza de que las civilizaciones de Oriente y Occidente pertenecen a un mundo único, y que la historia no es más que un rompecabezas que cobra sentido al unir todas las piezas desde una óptica universal.

¿Cuál es la particular visión que este japonés cristiano, casado con una cuáquera norteamericana, ofrece del código del guerrero japonés? Como reza el subtítulo de su obra, el código moral de los samuráis es el alma de Japón. Para Inazô Nitobe, el bushidô es, más que una moral, una religión. Pero al decir esto no quiere indicar que se trata de un culto, ni siquiera de una fe, sino de un sentimiento, un espíritu colectivo o, en palabras del propio Nitobe, el alma de una nación. El propio autor reconoce que se ha de tener cautela con este tipo de expresiones, que incitan al etnocentrismo, y advierte que ninguna de las virtudes del bushidô es exclusiva de Japón. No hay en esta filosofía un elemento irreductible de la japonesidad, pero sí es una fuerza motriz que explica muchas cosas de la cultura nipona, como puede ser la lealtad al emperador (o a la empresa, en la actualidad), el sentido de la disciplina en el trabajo, la capacidad de resistir los embates de la naturaleza, el sentimiento del honor social y la cortesía extrema. Son valores que siguen vigentes en el Japón del siglo XXI, y todo parece indicar que seguirán por mucho tiempo.


Publicado en Eikyô. Influencias japonesas, nº 27.

viernes, 27 de enero de 2023

La oscuridad total precede al amanecer

Natsume Sôseki, El minero.

Editorial Impedimenta,  Madrid, 2016

    En noviembre de 1907, un estudiante llamado Arai hizo una visita al célebre escritor Natsume Sôseki y le relató su desdichada experiencia. Había sufrido un fuerte desengaño amoroso, tras el cual decidió abandonarlo todo y escapar hacia el norte, con el ánimo por los suelos, sin un rumbo determinado. Acabó siendo contratado en la mina de cobre de Ashio, en la prefectura de Tochigi, conocida por las infrahumanas condiciones en las que allí se trabajaba. El estudiante pretendía que el novelista usara el amargo episodio de su historia de amor en alguno de sus libros; poco después, Sôseki empezó a publicar por entregas en el diario Asahi Shinbun la historia de este estudiante centrándose exclusivamente en su viaje a la mina.

El minero es una novela innovadora en la que el autor vuelve a usar el estilo introspectivo de narración en primera persona con un ligero tono filosófico ya ensayado anteriormente en otras obras como Almohada de hierba (1906). No recibió buenas críticas en su momento, pero hoy se considera una obra vanguardista para su época y ha sido especialmente alabada por Haruki Murakami, quien la cita en su Kafka en la orilla. Los admiradores de la obra de Murakami encontrarán en El minero algunas claves que explican por qué Sôseki es el narrador preferido del popular novelista japonés y, para muchos críticos, el mejor escritor de las letras modernas de Japón.

        Una de estas claves es el protagonista, un joven inseguro y sensible con quien el lector empatiza fácilmente; de familia acomodada, se encuentra a sus 19 años en plena crisis existencial y decide huir de su familia, de las dos mujeres a las que amó en su día, del mundo entre algodones en el que siempre ha vivido. Asqueado de todo, harto de la insoportable presión social que sufría en Tokio, huye de su pasado y emprende un viaje hacia la nada dándole vueltas a la idea de quitarse la vida. En realidad, se trata de un viaje hacia el fondo de sí mismo, como él mismo comprobará cuando se encuentre en la situación de descender a las oscuras profundidades de una mina de cobre. Una imagen, por cierto, muy murakamiana: el pozo como metáfora de la insondable profundidad del alma humana. En este caso, más que un pozo es una interminable sucesión de galerías, algunas de ellas inundadas de agua, otras tan estrechas que obligan a caminar a gatas, por las que el protagonista tiene que moverse acompañado por un minero que le guía con el fin de darle a conocer el entorno de la mina antes de aceptar el trabajo que le han ofrecido. La bajada a las galerías más profundas de la mina, para una persona como él, que nunca en su vida había padecido una necesidad, es la culminación del sufrimiento. Ya sufrió lo indecible durante el largo camino -primero en tren, luego a pie- que hubo de emprender para llegar a la mina. A su llegada al recinto, las duras condiciones de vida de los trabajadores, la suciedad, el frío, la pésima calidad de la comida, los edredones infestados de chinches y sobre todo la crueldad y rudeza de los mineros, que se burlan de él nada más lo ven llegar, se imponen con una contundencia tal, que toda su existencia se ve sacudida. Ante el reto formidable al que se ve enfrentado de pronto, se sentirá obligado a salvar su propia dignidad, en parte por instinto de supervivencia, en parte como un paso más de su huida hacia ninguna parte. Y así, en aquel lugar remoto, donde mueren media docena de trabajadores cada semana, se empeñará en convertirse en minero y asumir con la mayor radicalidad el riesgo de estar vivo.

Por su temática podría parecer una novela de realismo social a la manera de Dickens o Zola, pero Sôseki se aleja deliberadamente de la literatura naturalista y vuelve a ensayar en esta obra, como ya hemos apuntado, el despliegue narrativo de la conciencia de un personaje que relata sus vivencias en primera persona sin eludir sus contradicciones y vaivenes emocionales. Un estilo más propio de una Bildungsroman o novela de aprendizaje en la que el lector asiste a la transformación interior de un joven que, en el tránsito de su peculiar bajada a los infiernos, entra en contacto con la realidad más dura y, como si hubiera vuelto a nacer, cambia su forma de ver la vida. 

La impecable traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, sumada a la cuidada edición de Impedimenta, hacen de la lectura de esta novela una delicia que ningún admirador de Natsume Sôseki, y por extensión de Haruki Murakami, debería perderse.


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Publicado en Eikyô. Influencias japonesas, nº 26.

jueves, 26 de enero de 2023

Las ociosas ocurrencias de Kenko Yoshida

Ahora que dispongo de más tiempo, vuelvo a escribir en este blog tras varios años sin hacerlo.

Releyendo el Tsurezuregusa. Realmente da en el clavo el monje Kenko Yoshida cuando dice «Las cosas son bellas precisamente porque son frágiles e inconsistentes». Y más adelante añade: «En todas las cosas, la uniformidad es un defecto. Es interesante dejar algo incompleto y por terminar, así se tendrá la sensación de que mediante esa imperfección se prolonga la vida de los seres». Es la estética de la incompletud, de la obra abierta e inacabada, algo que Occidente asumió tarde, ya entrado el siglo XX.

Más interesante es todavía la idea stendhaliana del valor de lo inalcanzado (que tiene un fondo socrático y también recogió Nietzsche), aquí intuida por el propio Yoshida cuando afirma: «La luna crece sólo para volver a menguar. Las cosas, cuando llegan a su máximo esplendor, fenecen. Y siempre será verdad que a todo lo que llega a su culmen le llega la ruina».

Una gran verdad bellamente expresada.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Todavía más profundo que el mar

Después de la tormenta, de Hirokazu Koeeda (2016)
Título original: Umi yori mo mada fukaku (海よりもまだ深く),
Cartel de la versión francesa

Pronto va a llegar un nuevo tifón. Los medios de comunicación -la radio, la televisión- anuncian que ya ha alcanzado la isla sureña de Kyûshû, pero de momento todo parece tan normal como siempre. Hace un poco de viento, nada más. La vida cotidiana sigue su curso. El trabajo rutinario, los fracasos, las aspiraciones inclumplidas, las mentiras recurrentes, las dificultades económicas, las apuestas perdidas... Ryota es un escritor que no ha vuelto a publicar desde hace años y vive en la ruina. Su afición al juego fastidió su carrera literaria, su vida familiar y su propia autoestima. Ha naufragado, y su tabla de salvación es la posiblidad de pasar de vez en cuando unas pocas horas con Shingo, su hijo. El problema es que no puede pagarle la pensión a Kyoko, su ex mujer. ¿Cómo afrontar la vida en estas circunstancias? Esto es todo. A esto se reduce una película que narra mostrando un especial deleite por el detalle un fragmento de la vida cotidiana. No hay trama definida, ni existe clara progresión hacia un desenlance. Aparece, eso sí, el predicho tifón, junto con algún pequeño golpe de suerte, y el pobre Ryota encuentra al fin la oportunidad de intercambiar unas palabras con Kyoko. En medio de esta normalidad aparente se encuentra la delicadeza humana, el afecto y la inteligencia puesta en cada frase que pronuncia la abuela del pequeño y madre de Ryota, así como la sencillez, la humildad, los pequeños detalles. Koreeda, fiel a su estilo libre de toda pretenciosidad, retrata la vida de unos personajes con los que podemos fácilmente identificarnos, pues pertenecen, como todos nosotros, a un mundo de rutinas amables y dificultades solo aparentemente insalvables. Asistimos de nuevo, así, al mundo de Yasujiro Ôzu, al de su discípulo Yôji Yamada, o al de Naomi Kawase. Asistimos a un mundo bello y profundo, pero sin grandilocuencia. Es decir, al mejor cine japonés de todos los tiempos.
Cartel original de la película

viernes, 17 de julio de 2015

Las hermanas Makioka, de Junichirô Tanizaki


Junichirô Tanizaki
Junichirô Tanizaki (1886-1965), muy conocido entre nosotros por su ensayo de estética japonesa El elogio de la sombra,  es sin duda uno de los grandes escritores del siglo XX, con novelas tan aclamadas como La llave, Naomi, Retrato de Shunkin o La madre del capitán Shigemoto. La traducción española de la que algunos críticos consideran su novela principal, Las hermanas Makioka, apareció en 1966 en la editorial Seix-Barral y ha sido reeditada por Siruela en 2013. Recientemente ha visto la luz en edición de bolsillo. El título original de esta novela es Nieve tenue (Sasame yuki, publicada en varias entregas entre 1943 y 1948). El lector se preguntará el porqué del título original. La nieve tenue es una metáfora de la caída de los pétalos del cerezo, que constituye el verdadero espectáculo de la primavera en Japón. Hay, al mismo tiempo, un juego de palabras entre yuki (雪), nieve, y el nombre de una de las coprotagonistas, Yukiko.

La traducción de Miguel Menéndez Cuspinera es indirecta, del inglés, y no parece muy acertada, pues apenas refleja la exquisita escritura de Tanizaki, que bien puede apreciarse en otras obras suyas, aparte de que contiene numerosas erratas. Aún así, deja apreciar en su pleno sentido la tan fascinante como común historia de las hermanas Makioka. Una historia atravesada por la importancia de la moral social (el qué dirán) y el orgullo por la posición en torno a un tema central: la necesidad de casar a una de las hermanas (Yukiko), que ya ha pasado de los treinta años... y de frenar la conducta de la pequeña, Taeko (también llamada Koi-san), que es una amenaza constante para el prestigio de la familia. Narrador omnisciente, Tanizaki se sirve sobre todo de la mente de Sachiko, la segunda de las hermanas, que desempeña la más importante responsabilidad dentro de la familia y sufre en carne propia todas las preocupaciones; una mujer con la que es fácil empatizar, pero que más que simpatía produce compasión en el lector, pues parece atrapada en el corsé de las convenciones sociales. Las angustiosas experiencias por las que va pasando la vida de Sachiko reflejan su sentido del deber, su doble moral (hacia el exterior y hacia el interior de la familia), la incertidumbre y la vulnerabilidad que sufre ante el infortunio, así como la mezcla de amor y rabia que suscita en ella la conducta de su descarriada hermana pequeña. También reflejan nítidamente la formalidad y la etiqueta, tan esenciales para una familia de clase alta en la zona de Osaka en los años cuarenta, y las costumbres típicamente japonesas de la época, entre las que figura la ambivalencia entre el gusto tradicional y el gusto moderno occidental, ya entonces muy extendido.
Fotograma de una de las adaptaciones que se han
realizado de esta novela para la televisión japonesa.
De izquierda a derecha: Taeko, Yukiko, Sachiko y
Tsuruko, las cuatro hermanas Makioka.

¿Por qué es tan buena esta novela? Yo diría que por su ritmo pausado y sostenido a lo largo de una sabia concatenación de episodios; pero, sobre todo, por la caracterización psicológica de los personajes y la contención de las emociones que despliegan en el contexto de una opresiva atmósfera en el que viven envueltas las hermanas Makioka, especialmente las dos mayores, afectadas por una mentalidad que afortunadamente es ya de otra época. La novela se desarrolla en los años previos a la segunda guerra mundial. Las Makioka no saben lo que va a llegar; el lector sí lo sabe. Esto introduce una tensión añadida, una tensión que augura el desmoronamiento de un mundo tan moralmente rígido como sofisticado y feliz, sabiamente apuntalado por el autor a través de la amistad que la familia Makioka mantiene con la familia Stolz, plasmación particular de la alianza entre Japón y Alemania en la empresa bélica que llevó a ambas potencias a una catastrófica derrota. Una novela de excepcional calidad que esperamos ver algún día traducida directamente del japonés.

jueves, 29 de enero de 2015

El zen como experiencia de despertar

En un célebre pasaje de Ch’ing Yüan (siglo XI) se puede leer:

«Hace treinta años, antes de que este anciano monje (o sea, yo) emprendiese el adiestramiento zen, solía ver una montaña como una montaña y un río como un río. Después, tuve la suerte de encontrar maestros iluminados y, bajo su dirección, pude alcanzar la iluminación hasta un cierto punto. En ese estadio, cuando veía una montaña, ¡he aquí que no era una montaña! Cuando veía un río, ¡he aquí que no era un río! Pero en estos días me he asentado en una posición de tranquilidad definitiva. Como solía hacer en mis primeros años, ahora veo una montaña sólo como una montaña y un río sólo como un río.»[1]
Es posible describir tres fases en este proceso: a) Un estadio inicial en el que la conciencia participa de la convencional relación entre sujeto y objeto; es la de la mente ordinaria. b) Un estadio intermedio en el que por efecto de superación del dualismo el mundo exterior pierde su solidez ontológica y el hombre pierde conciencia de su propio yo; es la experiencia de No Mente. c) Un estadio final en el que el objeto (en el ejemplo, la montaña) se revela de manera inmediata en la experiencia individual como un acontecer en el aquí y ahora[2].
La superación del dualismo cognoscitivo es inmediata porque no es fruto de un entrenamiento, aunque las palabras de Ch’ing Yüan puedan sugerir lo contrario. Una interpretación de este pasaje diría que Ch’ing Yüan se ha dado cuenta repentinamente, después de un largo proceso de disciplinada búsqueda, de que éste era el camino equivocado, pues las instrucciones recibidas para alcanzar la iluminación son inservibles. El zen no se aprende ni se enseña. Simplemente, se encuentra.
Retrato de un monje budista
(China, dinastíaTang)
Pero, más importante aún, el pasaje nos indica que la ruptura del dualismo no se experimenta plenamente desde la posición intermedia de la No Mente, en la que uno ya no se siente sujeto de conocimiento, sino en el estadio posterior (c), en el que el individuo asume desde su experiencia que existe una diferencia sustancial entre las apariencias (estadio a) y la realidad (estadio b).
   Llegados hasta aquí, da la impresión de que el zen es una especie de terapia antiintelectualista en la que un individuo reflexivo y neurótico puede abandonar cómodamente sus preocupaciones dejando de pensar para sentirse uno con el universo. Pero no es esto. El importante divulgador D. T. Suzuki, dice en El zen y la cultura japonesa que la experiencia zen de la vida no es la mística fusión del hombre con la naturaleza, ni la aspiración a una calma infinita. Es la vida, la vida con sus agitaciones y sus momentos de sosiego, la experiencia de la vida tal cual es[3].
La vida no es un escenario de reposo o parálisis, sino actividad, fuerza, energía… Hay que tener mucho cuidado con las palabras aquí. El propio Uchiyama usa indistintamente los términos «fuerza» y «energía», como hemos visto en la cita precedente. Con frecuencia se abusa de estos términos.
Ahora bien, al hablar de la experiencia de la vida tal cual es, nos encontramos con un problema. Si pretendemos profundizar desde el conocimiento que poseemos hoy sobre la vida tal cual es, y consideramos que ese tal cual es se refiere precisamente a la vida en cuanto actividad independiente de nuestro conocimiento, caemos en el error de tratar de apresar con el conocimiento lo que está más allá del conocimiento. En las escrituras budistas del Mahayana, este problema se solucionó desde el principio mencionando la realidad tal cual es con la expresión sánscrita tathâta, que suele traducirse como «ser tal[4]», y a Buda se le menciona en ocasiones Tathâgata, queriendo indicar que ha trascendido la ilusión de maya a través de su despertar en esa realidad tal cual es. En la filosofía occidental, el problema de conocer la realidad tal cual es considerándola más allá del conocimiento, lo formuló el racionalista Descartes y posteriormente fue abordado por los empiristas Locke, Hume y Berkeley, hasta desembocar en la gran síntesis de Kant, quien acuñó la expresión cosa en sí (en alemán, Ding an sich) para esa realidad independiente del conocimiento. Como es sabido, Kant manifestó que no puede conocerse la cosa en sí. Todo el proyecto filosófico de Schopenhauer surgió de la necesidad de perfeccionar el sistema kantiano sustituyendo la incognoscible cosa en sí por la voluntad de vivir.
Fotografía de Schopenhauer
De la voluntad de vivir tenemos un conocimiento inmediato e intuitivo al experimentarlo en nuestro propio cuerpo como deseo e inclinación. «El cuerpo no es más que la voluntad, que se ha hecho visible», decía Schopenhauer. En cada deseo, en cada impulso, en cada gesto del cuerpo descubrimos de manera privilegiada aquello que Kant consideraba inaccesible al conocimiento: la realidad
tal cual es. Y por la vía de la experiencia interna de la voluntad, podemos inferir esa voluntad universal que domina la actividad de la vida en todas sus manifestaciones.
A la cuestión de qué queda cuando soltamos los pensamientos, los analistas del zen responden con frecuencia que nos encontramos a nosotros mismos. A nosotros mismos sin el condicionamiento de la mente. No a nosotros «sin mente» y por tanto únicamente como cuerpo, sino a nosotros mismos no estando condicionados por el lenguaje y el pensamiento. Es decir, a nosotros mismos funcionando como seres naturales, como organismos vivos, como entidades en las que la fuerza de la vida se encarna para seguir sus procesos vitales, los mismos que hacen crecer la hierba o precipitan la llegada de la primavera. Esta idea de uno mismo como expresión de la naturaleza viva sin el condicionante del pensamiento consciente, es designada con el témino jiko («uno mismo»[5]) en el budismo japonés. Si es un yo que está más allá del condicionamiento de la mente pero no es un concepto místico, ¿qué es? Uchiyama lo describe sencillamente como «la fuerza que hace que el corazón siga latiendo y los pulmones respirando»[6], y añade que es el poder creativo de la vida:

«Eso que llega antes de que lo hiervas
o lo frías en tu pensamiento,
lo que precede a tus elucubraciones,
la vida en carne viva, eso es jiko[7]

        No es algo ajeno a nosotros; más bien al contrario, es lo que estamos viviendo siempre. Es la vida en funcionamiento:

«Si uno coloca la mano sobre el corazón, puede sentirlo latiendo con firmeza. No late porque uno piense hacerlo latir (…). Tengo un poco más de control sobre mi respiración que sobre los latidos de mi corazón. Puedo hacer varias respiraciones mientras pienso en ello, pero es completamente imposible para mí estar en permanente control consciente de mi respiración. Dormirme temeroso, pensando que tal vez pueda olvidarme de respirar determinadas veces por minuto durante la noche, sería un terrible problema psicológico. Duermo confiando mi respiración al gran poder de la vida que está más allá de mi control.»[8]

        Si nos gusta, podemos llamarlo literariamente «el gran poder de la vida». Si pensamos desde Schopenhauer, lo llamaremos «voluntad de vivir». Lo importante no es la palabra, sino lo que ésta refiere. Estamos hablando del «núcleo íntimo de todo lo viviente», eso que nos empuja y nos lleva hacia la autoconservación, hacia la práctica del sexo, hacia la expresión de los sentimientos amorosos.
Desde el budismo zen, concretamente, no se trata de negar las pasiones humanas. Se trata, más bien, de dejarlas fluir sin que nos arrastren y nos dominen. Ya indiqué que éste es el rasgo que más significativamente separa el zen de otras formas de budismo. Si los deseos son la causa del sufrimiento humano, entonces el esfuerzo por acallarlos, la avidez por luchar contra ellos y alcanzar el éxtasis del nirvana, ese afán por la salvación, es también puro deseo, y por tanto no permite escapar del sufrimiento. Por el contrario, desde el budismo zen se entiende que «debido a que los deseos y los anhelos son también manifestación de la fuerza vital, no hay razón para odiarlos y tratar de eliminarlos»[9].
No muy lejos de esta idea se encuentra Kôshô Uchiyama cuando escribe: «Ver todos los pensamientos y deseos descansando en el sustrato de la vida; dejarlos ser como son sin dejarse arrastrar por ellos».
Retrato de Kôshô Uchiyama
A lo que añade: «No es cuestión de hacer un gran esfuerzo para no ser arrastrados por los deseos; lo esencial es
despertar y retornar a la realidad de la vida»[10].
De todas las maneras concebibles en las que uno puede «despertar y retornar a la realidad de la vida» (a esa «fuerza vital»), si queremos ser consecuentes con el principio zen de que la mente no puede soltarse de manera deliberada, todas aquellas en las que el individuo ejerce alguna forma de esfuerzo mental habríamos de darlas por inútiles. Allí donde hay esfuerzo mental, allí donde hay planificación u objetivos, no puede darse la experiencia zen de No Mente. Cualquier técnica que comporte disciplina de la mente habría de quedar descartada. Eliminemos, pues, el yoga, la meditación trascendental, la práctica de cualquier forma de ascetismo, de disciplina o de autorrepresión mental; eliminemos la psicoterapia y todas las actitudes intencionadamente encaminadas a alguna forma de redención, de superación del dolor, de búsqueda deliberada del nirvana. Y quizá, por último, habría que descartar también el zazen, puesto que en su versión estandarizada exige disciplina en la una atenta vigilancia del cuerpo con la mente consciente, por mucho que ésta haya soltado sus contenidos y haya logrado acompasarse con el cuerpo.
      Paradójico, ¿no? Desde luego que sí.




[1] Ch’uan Teng Lu, 22, citado por Watts, (1957/2006), El camino del Zen, Barcelona, RBA, pág. 149, y por Toshihiko Izutsu (1977/2009), Hacia una filosofía del budismo zen, Madrid, Trotta, pág. 167. Recojo aquí la traducción de Toshihiko Izutsu.
[2] Izutsu, Op. Cit., pág. 178.
[3] Daisetz T. Suzuki (1959/1996): El zen y la cultura japonesa, Barcelona, Paidós.
[4] Parece haber una relación de parentesco entre el término sánscrito tat, el español tal y el inglés that, todos ellos procedentes de la lengua protoindoeuropea del que surgió el sánscrito, el latín y el antiguo anglogermánico.
[5] El término jiko, 自己, normalmente se traduce del japonés como «uno mismo», pero su significado popular es algo así como «ser personal», con una clara connotación psicológica de «yo consciente», de un modo parecido a como en general nos referimos en nuestra lengua al «yo». En el budismo zen, sin embargo, posee el significado técnico especificado de «yo no condicionado por la mente».
[6] Uchiyama (2004/2009), Abrir la mano del pensamiento. Fundamentos de la práctica del budismo zen, Barcelona, Kairós, pág. 71.
[7] Uchiyama, Op. cit., pag. 72. La expresión «la vida en carne viva» es una traducción del original «nama no inochi» (生の命), que significa «la vida en crudo» o «la cruda vida».
[8] Uchiyama, Op. cit., pag. 75 (el subrayado es mío).
[9] Uchiyama, Op. cit., pág. 99.
[10] Uchiyama, Op. cit., pág. 99 (el subrayado es mío).

jueves, 22 de enero de 2015

Filosofía zen: "La montaña se hace visible"

Uno de los filósofos japoneses contemporáneos que mejor ha sabido explicar el zen es Kôshô Uchiyama (1912-1999). Uchiyama fue monje zen desde 1940, abad del monasterio de Antaiji, autor de más de 20 libros sobre el zen y profesor de filosofía occidental en la Universidad de Waseda. En 1975 se retiró con su esposa a un pequeño templo de las afueras de Kioto, donde permaneció hasta su muerte en 1999.
     Partiré de una frase reveladora: «Todos nuestros pensamientos y sentimientos son una forma de secreción[1]». Con la expresión «secreción», Uchiyama quiere decir algo así como «proyección», lo que no está muy lejos del idealismo trascendental de Kant o del concepto de representación de Schopenhauer.
Kôshô Uchiyama
Al fin y al cabo, si no entramos en detalles, la idea general es la misma: vivimos atrapados en nuestra propia cápsula cognoscitiva, de manera que todo cuanto percibimos o conocemos tiene su ocurrencia en nuestro mundo mental subjetivo. La imagen del yo que nos formamos depende no sólo de nuestros conocimientos acerca de nuestros estados mentales, sino también acerca de todo lo que suponemos no es el yo (las personas que nos rodean y nuestra relación con ellas, por ejemplo), pero en realidad todos esos conocimientos son también representaciones, así que la conciencia del yo se nutre de contenidos de ese mismo yo conocedor, y no de algo exterior a él. Por si fuera poco, no nos es posible cuestionar el propio yo. Pues si uno afirmara: «Yo no soy únicamente la idea de mí mismo», estaría presuponiendo otra idea de sí mismo, que es la del «yo» inicial de la frase.
Los comentaristas del budismo zen insisten en que la mente no puede actuar sobre sí misma. Suelen hablar de mente dividida para referirse al hecho de que cuando la mente piensa en sí misma incurre en una ilusión: la de creer que puede objetivarse, que puede conocerse en su integridad y de algún modo ser dirigida o conducida. Esto no es posible hacerlo, pues quien supuestamente conoce, dirige o conduce la mente es la propia mente, que ha sido desplazada, quitándose del campo de visión y poniéndose, como quien dice, detrás de la cámara. Puede creer que ella es el objeto, pero no es así: también es el sujeto. Se ha dividido, y al dividirse no puede ejercer ese control que pretendía. Al reflexionar sobre sí misma ha caído en el error de identificarse con su propia imagen.
He de añadir que la mente no sólo se divide cuando piensa en sí misma. También lo hace, en una instancia anterior, por el mero hecho de considerar que hay un exterior al sujeto que es el objeto de conocimiento o experiencia. Es la estructura conocedor-conocido lo que confiere a la mente su carácter dual. Ésta se desdobla al conocer el objeto, pero también al conocerse a sí misma como conocedora del objeto, y como conocedora de sí misma conociendo que conoce el objeto, y así hasta el infinito, lo que obviamente no ocurre en la experiencia ordinaria. En ella percibimos tanto lo exterior al sujeto de la percepción («Veo la montaña») como lo interior («Soy feliz»). Pero la montaña percibida es tan parte del sujeto cognoscente como la felicidad que siento. En realidad, al zen no le interesa tanto la conciencia no intencional que se expresa en proposiciones que describen estados internos tipo «Soy feliz», como la conciencia de estados externos, pues es en ellos en los que más fácilmente puede captarse la realidad no dual de la experiencia (la superación de la dicotomía sujeto-objeto). No podemos trascender esta dualidad si creemos en un yo substancial enfrentado a una realidad ajena al yo. Sólo podemos hacerlo si entendemos que ambos, el sujeto y el objeto, son parte de mi representación, y que la representación no es más que una especie de telaraña ilusoria que oculta la realidad, que es no intencional.
A algunos les parecerá que esta especulación es un puro galimatías teórico, pero estamos describiendo algo bastante obvio que tiene una inmediata repercusión sobre la vida práctica: se trata, en definitiva, de la constatación de que cualquier intento de objetivar nuestros propios contenidos mentales creyendo que, de este modo, al observarnos «desde fuera» podemos solucionar algún problema, es un esfuerzo inútil. Pues no hay un «fuera» desde el que podemos observar. No podemos salir de la mente con la mente. No podemos liberarnos de ella. Vivimos, por ello, atrapados en el mundo del conocimiento y de la percepción. El conocimiento y la percepción es lo que desde la tradición filosófica brahamánica se denomina en sánscrito nama-rupa (nombre y forma), que constituyen la ilusión, maya, con la que vivimos en el mundo fenoménico. El budismo chino-japonés mantiene esta vieja idea india y le añade un matiz radicalmente antiintelectualista: el mundo conocido, categorizado, encorsetado con el afán ordenador de una mente racional, es un mundo en el que la cháchara de las definiciones produce tal confusión que sobre él no hay nada interesante que decir.
           Pero Uchiyama, como otros filósofos que se han esforzado por explicar esta variante del budismo, sí tienen algo interesante que decir. Pues han de aclarar todavía cómo puede el individuo escapar de esta ilusión, si es que logra hacerlo. Es fácil adivinar que la única alternativa que tenemos es acordarnos de que nosotros como individuos no sólo somos mente, sino un compuesto de mente y cuerpo, y que es a través del cuerpo como lo vamos a lograr. Los propios analistas del zen, casi siempre monjes o eruditos, se refieren a este trabajo del cuerpo como «meditación sentada» (zazen), pero no es exactamente meditación.
Monje en posición zazen
Es una manera de acallar la mente para dejar que el cuerpo hable. Muchos de estos monjes o eruditos han practicado zazen durante toda su vida y se refieren a él como una experiencia no mental. No deja de ser curioso, por cierto, que sean capaces de describirlo (lo cual consiguen con diferentes resultados) al mismo tiempo que advierten de las limitaciones del conocimiento racional y rechazan el engaño al que está normalmente sometido.
            El zazen no es sentarse con la mente en blanco, ni es la concentración en un punto sensible para focalizar los pensamientos en un único objeto, ni es tampoco meditación metódica. Es, como he sugerido más arriba, hacer algo con el cuerpo, más que con la mente: adoptar una postura corporal adecuada, respirar profundamente, quedarse en auténtica calma e ir soltando los pensamientos al tiempo que uno se esfuerza por mantener la postura correcta. El cuerpo es quien lleva la iniciativa en esta situación, y por ello se habla de estado de «No Mente». Un modo sencillo de explicar qué es el estado de No Mente es decir que en posición de zazen la mente se hace cuerpo. La mente se pone en situación de ser sólo consciente de lo que está pasando «aquí y ahora», y eso que está pasando en el «aquí y ahora» es estar sentado con las piernas cruzadas y la espalda recta, respirando y dejando que los pensamientos pasen de largo sin aferrarse a ellos. Uchiyama lo explica en estos términos:

«Zazen no es pensar; tampoco es dormir. Practicar zazen es estar llenos de vida esforzándonos en mantener la postura correcta de zazen. Si nos adormecemos mientras hacemos zazen nuestra energía se disipa y nuestro cuerpo se desestabiliza. Si perseguimos nuestros pensamientos nuestra postura se vuelve rígida. Zazen no es ni estar laxo y falto de vida, ni tenso; nuestra postura debe estar llena de vida y energía»[2].

Uno se pregunta entonces qué es lo que pretende el budismo zen. Qué gana un practicante de zazen. Qué estado es ése de No Mente en el que la realidad aparece sin el condicionamiento de la representación cognitiva. ¿Cómo puede uno experimentar algo si la mente conocedora, situada en el espacio y el tiempo, con todo su cúmulo de recuerdos, con sus deseos y esperanzas a cuestas, no existe ya? ¿Qué queda cuando uno suelta sus contenidos mentales?
        Como decíamos, es una experiencia en la que, al no haber ya sujeto conocedor ni objeto conocido, la realidad tiene lugar en un «eterno ahora». Como tal, no se puede decir que sea una experiencia mental, pues la mente no ejerce ningún control. Es un actuar sin pensar, o mejor dicho, un dejar que la acción ocurra sin aferrarse mentalmente a ella. Más que de anular la actividad mental, se trata de «no agarrar la mente con la mente», quedándose quietamente sentado mientras la hierba crece[3]. No se necesita para ello dejar de pensar, sino dejar de pensar que tenemos que dejar de pensar, permitiendo que la realidad natural, no la realidad conocida sino la realidad tal cual es, siga su corriente y se exprese en nosotros como parte que somos de su totalidad.
Bankei Yôtaku
Pues el intento de barrer los pensamientos, es, como decía el filósofo japonés Bankei Yôtaku (1622-1693), una actividad tan inútil como lavar manchas de sangre con sangre.
            Esta ruptura de la actividad intencional de la mente implica una suerte de retirada del mundo fenoménico, por usar la expresión de Schopenhauer. Así, volviendo al ejemplo anterior, la experiencia que refiere la expresión «Veo la montaña» no dejará de ser intencional hasta que se considere idéntica a estas otras tres expresiones: «La montaña me ve», «La montaña ve la montaña», «Me veo a mí mismo». Estas cuatro frases, una vez entendidas como sinónimas, se pueden reducir a una sola exclamación: «¡Montaña!». Naturalmente, también se pueden reducir a «¡Yo!», o a «¡Ve!». Pero quizá la expresión que más se aproxime a la experiencia zen sea la de una frase construida con verbo intransitivo: «La montaña se hace visible» (aún mejor: «La visibilidad de la montaña acontece»). Este acontecer, en la medida en que se realiza en nosotros, no es ya una representación de nuestra mente sino una experiencia del cuerpo.




[1] Kôshô Uchiyama (2004/2009), Abrir la mano del pensamiento. Fundamentos de la práctica del budismo zen, Barcelona, Kairós, pág. 58.
[2] Uchiyama, Op. cit, pág. 88.
[3] Alan Watts (1957/2006), El camino del Zen, Barcelona, RBA, pág. 165.

domingo, 18 de enero de 2015

Zen: un budismo para la gente de a pie

De importancia crucial en la cultura japonesa, no es fácil dirimir si el budismo zen es más una religión que una filosofía o lo contrario. Se suele decir para solventar esta cuestión que no es ni lo uno ni lo otro, sino una corriente espiritual o un camino de liberación, una vía de iluminación, una actitud ante la vida o, simplemente, un «despertar» ante la realidad. Hay numerosas variantes del zen e interpretaciones distintas de cada una de ellas, así que lo más recomendable es dejar de poner etiquetas y tratar de comprender el fenómeno dentro del contexto de la sabiduría oriental. Lo mismo podría decirse para el vedanta, el yoga, el taoísmo o el confucianismo. Todas ellas son corrientes culturales que se desarrollaron inicialmente en forma de especulación teórica escrita, pero que pronto encontraron vías prácticas de realización a través de técnicas de meditación o actitudes específicas, y de las que han derivado rituales, doctrina religiosa y en algunos casos organización monástica.
           En el caso del budismo zen, cabe destacar su origen chino. Las más importantes escuelas zen se originan en China en la era Tang (siglos VII-IX) y sus enseñanzas se divulgan en la literatura religiosa durante la era Song (siglos X-XIII). Aunque tradicionalmente se considera que el fundador mítico (Bodhidharma, siglo VI) fue un indio que viajó a China, los primeros maestros del zen, llamados «patriarcas», fueron chinos. Como dijo Daisetz Teitarô Suzuki, el zen es una revolución china contra el budismo indio.
Daistetz Teitarô Suzuki
Una revolución tranquila y sensata, podríamos añadir, que sólo pudo hacerse gracias a la existencia de dos culturas bien arraigadas en la China de entonces: el confucianismo y el taoísmo.
Por un lado, desde el clima cultural que había facilitado el confucianismo vigente en la China del período Tang, el budismo recientemente introducido tenía que ser entendido de una manera bastante menos rigorista que como se había difundido en su lugar de origen, la India. El confucianismo es una doctrina social pragmática, favorable a las convenciones, a la cortesía y al cumplimiento de los deberes filiales; es al mismo tiempo una visión humanista de la vida, contraria a toda forma de fanatismo basado en ideales o en supuestas verdades metafísicas. Una de las ideas clave del confucianismo dice así: «Es el hombre quien hace que la verdad sea grande, no la verdad lo que engrandece al hombre». Ya desde este postulado podemos vislumbrar cómo la cultura china modeló el budismo indio rebajando sus aristas, haciéndolo más propicio para el común de los mortales, más asumible para gente que en lugar de renunciar a los placeres de la vida, en lugar de convertirse en un asceta o un santo, prefería vivir con su trabajo cotidiano y su familia. Gente que no estaba dispuesta a domeñar sus instintos y sus pasiones normales porque no veían nada malo en ellas.
Por otro lado, los primeros textos del budismo zen chino (budismo Chan[1]) están marcadamente influidos por el taoísmo filosófico. Frente al regulacionismo confuciano, el taoísmo defiende la espontaneidad del individuo y su inmersión en el curso de la naturaleza. En lugar de regular la convivencia social, pretende dar cabida a las aspiraciones de quienes, cansados de normas y responsabilidades, se desmarcan de la sociedad para vivir sin afectación, «dejándose llevar» (wu wei: no forzar, no planificar), sin someterse a la presión de las complicadas situaciones en las que los seres humanos nos vemos envueltos en el curso de nuestra vida, superando toda tensión y manteniendo una actitud de desasimiento mental que queda bien plasmada en esta frase de Chuang-tzu: «El hombre perfecto usa su mente como un espejo. No aferra nada, no rechaza nada. Recibe, pero no conserva». No hay que procurar conseguir nada, sino seguir el curso de la vida; no hay meta que alcanzar, no hay preceptos que cumplir, no hay culpas ni castigos, ni logros ni recompensas, sino únicamente el disfrute del propio fluir por la existencia. La arraigada presencia del taoísmo convertirá al budismo llegado a China desde la India en un camino fácilmente transitable que puede recorrerse desde una actitud mental casi ingenuamente desprovista de pretensiones intelectuales. Así pues, si la influencia del confucianismo hace del budismo una doctrina más al alcance de cualquier ser humano, la del taoísmo la convierte en una práctica antiintelectualista.
El budismo zen había llegado a China como un desarrollo del budismo Mahayana, que se expandió por el norte de la India hacia Oriente, a diferencia del Theravada, que lo hizo por el sur. En algunos textos muy antiguos del Mahayana ya estaba presente la idea de que caer en la pretensión de alcanzar la iluminación es caer en un círculo vicioso. Sobre todo en la filosofía de Nagarjuna (en torno al año 200 de nuestra era), conocida como Sunyavada o doctrina del vacío, se muestra la relatividad de cualquier posición metafísica. Intentar conseguir el nirvana es absurdo.
Representación de Nagarjuna
Si el nirvana es el estado de no aferrar con la mente, tratar de aferrarse al nirvana es obviamente autocontradictorio. Este escepticismo hacia la propia idea de «conseguir algo» marcará profundamente el budismo zen. Detrás de las muy citadas fórmulas mahayanistas «nirvana es samsara» o «el vacío es la forma y la forma es el vacío», se esconde toda una serie de paradojas que tienen un común aire de familia y que hablan de la imposibilidad de conseguir aquello que por definición sólo sobreviene cuando no se busca de manera deliberada. Actuar sobre la propia mente para intentar acallarla es absurdo. Si uno intenta no pensar en nada, ya está pensando en algo. Si uno se esfuerza incluso por aferrarse a la idea de que la mente es algo no substancial, impermanente, ya está anclando su conciencia en una substancia.
Lin Chi
Si uno entrega su vida a la búsqueda de la iluminación, en lugar de liberarse se condena, pues se ata a su propósito. Como dijo Lin Chi (en japonés, Rinzai):

«En el budismo no cabe hacer esfuerzos. Sé ordinario y nada especial. Descarga tus intestinos y tu vejiga, ponte la ropa, come tu comida. Cuando estés cansado, vete a acostar. Los ignorantes quizá se rían de mí, pero los sabios comprenderán»[2].

Unas palabras de clara resonancia taoísta. La actitud adecuada es la de soltar los pensamientos, pero sin tratar de esforzarse lo más mínimo en ello, sin tratar de alcanzar ningún estado especial o superior de espiritualidad, pues quien persigue voluntaria y esforzadamente la iluminación, queda preso del dictum de su propia mente. Ésta es la contradicción performativa, que siguiendo a Nagarjuna, denunciarán los patriarcas del budismo zen.
La paradoja es asimismo aplicable a la conciencia de la mutabilidad de los fenómenos que nos rodean (cuanto más cambiante se ve todo, más permanente se hace la idea de que todo es cambiante) y a la pretensión de negación del yo: la mente se afirma al intentar negarse. Es especialmente notorio en este último caso:­ cuanto más intenta uno convencerse de que la mente es un flujo de conciencia siempre cambiante, más se estabiliza la mente, pues ¿qué, si no la mente, es lo que está tratando de convencerse? Es ella la que sale reforzada por ser el sujeto del que se predica una cualidad (la impermanencia). La mente no se puede liberar de la contradicción performativa mientras persista en su intención.
La conciencia de la mutabilidad se libera de la contradicción únicamente cuando la mente se suelta de toda intención y cae, desprendiéndose de la estructura dualista que la conforma; me refiero a la estructura, que el budismo considera convencional, no ontológica, mente/realidad, sujeto/objeto o conocedor/conocido. No entra entonces en un estado de fascinación hipnótica o de trance. Tampoco en un estado de meditación consciente, ni siquiera en una conciencia de la absorción del sujeto por parte del objeto. Es una experiencia en la que, al no haber nada que conocer ni nadie para conocerlo, los procesos simplemente tienen lugar, ocurren, suceden en un «eterno ahora».
Ideograma de "Zen"
Dicha experiencia impersonal es el estado denominado de «No Mente». Pero los maestros del budismo zen reconocen que cuanto sucede en el estado de No Mente es de alguna manera recuperado desde la conciencia subjetiva individual. Y ésta ya no es, entonces, experiencia impersonal, sino experiencia sensible o perceptiva del sujeto: «Se trata de la obtención de un nuevo punto de vista para la contemplación del mundo»[3].
Soy consciente de que la experiencia «No Mente» requiere una explicación más asequible y en posteriores artículos me ocuparé de ello, pero ahora interesa destacar que el principal rasgo que distingue el budismo zen de otras formas de budismo es precisamente la recuperación del estado de «No Mente» desde la conciencia subjetiva individual. Es lo que hace especialmente compatible «el despertar» con la experiencia de la vida cotidiana, lo que lo hace asumible por cualquier mortal sin voluntad de convertirse en un iluminado: entrar en el despertar y recuperarlo desde la vida cotidiana no requiere ningún esfuerzo de negación de las pasiones humanas. El zen no promueve ninguna forma de ascetismo, ningún rigorista sacrificio de las inclinaciones, ninguna renuncia al sustrato emocional en el que vivimos inmersos los seres humanos. El precepto budista conocido como la «Segunda Noble Verdad», que afirma que la causa del sufrimiento y la frustración es el afán por aferrarse (el deseo, la pasión, la ansiedad), no es violado por el zen, pero sí interpretado con matices que recuerdan la filosofía taoísta de la que procede. Las pasiones no hay que reprimirlas, lo que no significa que se las ha de permitir expresarse a sus anchas sin limitación; más bien se trata de vivirlas en la vida cotidiana dejándolas fluir, adecuadamente canalizadas, desde la experiencia no dualista de fusión con (o inmersión en) esa fuerza vital que más allá de nuestra percepción y de nuestro conocimiento atraviesa la realidad en su conjunto.




[1] Una denominación que tiene su origen en la palabra sánscrita dhyana (en pali, jhana), que significa «contemplación» o «meditación».
[2] Lin Chi Lu, citado en Alan Watts (1957/2006), El camino del Zen, Barcelona, RBA, pág. 122.
[3] Daisetz Teitaro Suzuki, (s.f./1992), Introducción al budismo zen, Bilbao, Mensajero, pág. 137.