viernes, 17 de julio de 2015

Las hermanas Makioka, de Junichirô Tanizaki


Junichirô Tanizaki
Junichirô Tanizaki (1886-1965), muy conocido entre nosotros por su ensayo de estética japonesa El elogio de la sombra,  es sin duda uno de los grandes escritores del siglo XX, con novelas tan aclamadas como La llave, Naomi, Retrato de Shunkin o La madre del capitán Shigemoto. La traducción española de la que algunos críticos consideran su novela principal, Las hermanas Makioka, apareció en 1966 en la editorial Seix-Barral y ha sido reeditada por Siruela en 2013. Recientemente ha visto la luz en edición de bolsillo. El título original de esta novela es Nieve tenue (Sasame yuki, publicada en varias entregas entre 1943 y 1948). El lector se preguntará el porqué del título original. La nieve tenue es una metáfora de la caída de los pétalos del cerezo, que constituye el verdadero espectáculo de la primavera en Japón. Hay, al mismo tiempo, un juego de palabras entre yuki (雪), nieve, y el nombre de una de las coprotagonistas, Yukiko.

La traducción de Miguel Menéndez Cuspinera es indirecta, del inglés, y no parece muy acertada, pues apenas refleja la exquisita escritura de Tanizaki, que bien puede apreciarse en otras obras suyas, aparte de que contiene numerosas erratas. Aún así, deja apreciar en su pleno sentido la tan fascinante como común historia de las hermanas Makioka. Una historia atravesada por la importancia de la moral social (el qué dirán) y el orgullo por la posición en torno a un tema central: la necesidad de casar a una de las hermanas (Yukiko), que ya ha pasado de los treinta años... y de frenar la conducta de la pequeña, Taeko (también llamada Koi-san), que es una amenaza constante para el prestigio de la familia. Narrador omnisciente, Tanizaki se sirve sobre todo de la mente de Sachiko, la segunda de las hermanas, que desempeña la más importante responsabilidad dentro de la familia y sufre en carne propia todas las preocupaciones; una mujer con la que es fácil empatizar, pero que más que simpatía produce compasión en el lector, pues parece atrapada en el corsé de las convenciones sociales. Las angustiosas experiencias por las que va pasando la vida de Sachiko reflejan su sentido del deber, su doble moral (hacia el exterior y hacia el interior de la familia), la incertidumbre y la vulnerabilidad que sufre ante el infortunio, así como la mezcla de amor y rabia que suscita en ella la conducta de su descarriada hermana pequeña. También reflejan nítidamente la formalidad y la etiqueta, tan esenciales para una familia de clase alta en la zona de Osaka en los años cuarenta, y las costumbres típicamente japonesas de la época, entre las que figura la ambivalencia entre el gusto tradicional y el gusto moderno occidental, ya entonces muy extendido.
Fotograma de una de las adaptaciones que se han
realizado de esta novela para la televisión japonesa.
De izquierda a derecha: Taeko, Yukiko, Sachiko y
Tsuruko, las cuatro hermanas Makioka.

¿Por qué es tan buena esta novela? Yo diría que por su ritmo pausado y sostenido a lo largo de una sabia concatenación de episodios; pero, sobre todo, por la caracterización psicológica de los personajes y la contención de las emociones que despliegan en el contexto de una opresiva atmósfera en el que viven envueltas las hermanas Makioka, especialmente las dos mayores, afectadas por una mentalidad que afortunadamente es ya de otra época. La novela se desarrolla en los años previos a la segunda guerra mundial. Las Makioka no saben lo que va a llegar; el lector sí lo sabe. Esto introduce una tensión añadida, una tensión que augura el desmoronamiento de un mundo tan moralmente rígido como sofisticado y feliz, sabiamente apuntalado por el autor a través de la amistad que la familia Makioka mantiene con la familia Stolz, plasmación particular de la alianza entre Japón y Alemania en la empresa bélica que llevó a ambas potencias a una catastrófica derrota. Una novela de excepcional calidad que esperamos ver algún día traducida directamente del japonés.

jueves, 29 de enero de 2015

El zen como experiencia de despertar

En un célebre pasaje de Ch’ing Yüan (siglo XI) se puede leer:

«Hace treinta años, antes de que este anciano monje (o sea, yo) emprendiese el adiestramiento zen, solía ver una montaña como una montaña y un río como un río. Después, tuve la suerte de encontrar maestros iluminados y, bajo su dirección, pude alcanzar la iluminación hasta un cierto punto. En ese estadio, cuando veía una montaña, ¡he aquí que no era una montaña! Cuando veía un río, ¡he aquí que no era un río! Pero en estos días me he asentado en una posición de tranquilidad definitiva. Como solía hacer en mis primeros años, ahora veo una montaña sólo como una montaña y un río sólo como un río.»[1]
Es posible describir tres fases en este proceso: a) Un estadio inicial en el que la conciencia participa de la convencional relación entre sujeto y objeto; es la de la mente ordinaria. b) Un estadio intermedio en el que por efecto de superación del dualismo el mundo exterior pierde su solidez ontológica y el hombre pierde conciencia de su propio yo; es la experiencia de No Mente. c) Un estadio final en el que el objeto (en el ejemplo, la montaña) se revela de manera inmediata en la experiencia individual como un acontecer en el aquí y ahora[2].
La superación del dualismo cognoscitivo es inmediata porque no es fruto de un entrenamiento, aunque las palabras de Ch’ing Yüan puedan sugerir lo contrario. Una interpretación de este pasaje diría que Ch’ing Yüan se ha dado cuenta repentinamente, después de un largo proceso de disciplinada búsqueda, de que éste era el camino equivocado, pues las instrucciones recibidas para alcanzar la iluminación son inservibles. El zen no se aprende ni se enseña. Simplemente, se encuentra.
Retrato de un monje budista
(China, dinastíaTang)
Pero, más importante aún, el pasaje nos indica que la ruptura del dualismo no se experimenta plenamente desde la posición intermedia de la No Mente, en la que uno ya no se siente sujeto de conocimiento, sino en el estadio posterior (c), en el que el individuo asume desde su experiencia que existe una diferencia sustancial entre las apariencias (estadio a) y la realidad (estadio b).
   Llegados hasta aquí, da la impresión de que el zen es una especie de terapia antiintelectualista en la que un individuo reflexivo y neurótico puede abandonar cómodamente sus preocupaciones dejando de pensar para sentirse uno con el universo. Pero no es esto. El importante divulgador D. T. Suzuki, dice en El zen y la cultura japonesa que la experiencia zen de la vida no es la mística fusión del hombre con la naturaleza, ni la aspiración a una calma infinita. Es la vida, la vida con sus agitaciones y sus momentos de sosiego, la experiencia de la vida tal cual es[3].
La vida no es un escenario de reposo o parálisis, sino actividad, fuerza, energía… Hay que tener mucho cuidado con las palabras aquí. El propio Uchiyama usa indistintamente los términos «fuerza» y «energía», como hemos visto en la cita precedente. Con frecuencia se abusa de estos términos.
Ahora bien, al hablar de la experiencia de la vida tal cual es, nos encontramos con un problema. Si pretendemos profundizar desde el conocimiento que poseemos hoy sobre la vida tal cual es, y consideramos que ese tal cual es se refiere precisamente a la vida en cuanto actividad independiente de nuestro conocimiento, caemos en el error de tratar de apresar con el conocimiento lo que está más allá del conocimiento. En las escrituras budistas del Mahayana, este problema se solucionó desde el principio mencionando la realidad tal cual es con la expresión sánscrita tathâta, que suele traducirse como «ser tal[4]», y a Buda se le menciona en ocasiones Tathâgata, queriendo indicar que ha trascendido la ilusión de maya a través de su despertar en esa realidad tal cual es. En la filosofía occidental, el problema de conocer la realidad tal cual es considerándola más allá del conocimiento, lo formuló el racionalista Descartes y posteriormente fue abordado por los empiristas Locke, Hume y Berkeley, hasta desembocar en la gran síntesis de Kant, quien acuñó la expresión cosa en sí (en alemán, Ding an sich) para esa realidad independiente del conocimiento. Como es sabido, Kant manifestó que no puede conocerse la cosa en sí. Todo el proyecto filosófico de Schopenhauer surgió de la necesidad de perfeccionar el sistema kantiano sustituyendo la incognoscible cosa en sí por la voluntad de vivir.
Fotografía de Schopenhauer
De la voluntad de vivir tenemos un conocimiento inmediato e intuitivo al experimentarlo en nuestro propio cuerpo como deseo e inclinación. «El cuerpo no es más que la voluntad, que se ha hecho visible», decía Schopenhauer. En cada deseo, en cada impulso, en cada gesto del cuerpo descubrimos de manera privilegiada aquello que Kant consideraba inaccesible al conocimiento: la realidad
tal cual es. Y por la vía de la experiencia interna de la voluntad, podemos inferir esa voluntad universal que domina la actividad de la vida en todas sus manifestaciones.
A la cuestión de qué queda cuando soltamos los pensamientos, los analistas del zen responden con frecuencia que nos encontramos a nosotros mismos. A nosotros mismos sin el condicionamiento de la mente. No a nosotros «sin mente» y por tanto únicamente como cuerpo, sino a nosotros mismos no estando condicionados por el lenguaje y el pensamiento. Es decir, a nosotros mismos funcionando como seres naturales, como organismos vivos, como entidades en las que la fuerza de la vida se encarna para seguir sus procesos vitales, los mismos que hacen crecer la hierba o precipitan la llegada de la primavera. Esta idea de uno mismo como expresión de la naturaleza viva sin el condicionante del pensamiento consciente, es designada con el témino jiko («uno mismo»[5]) en el budismo japonés. Si es un yo que está más allá del condicionamiento de la mente pero no es un concepto místico, ¿qué es? Uchiyama lo describe sencillamente como «la fuerza que hace que el corazón siga latiendo y los pulmones respirando»[6], y añade que es el poder creativo de la vida:

«Eso que llega antes de que lo hiervas
o lo frías en tu pensamiento,
lo que precede a tus elucubraciones,
la vida en carne viva, eso es jiko[7]

        No es algo ajeno a nosotros; más bien al contrario, es lo que estamos viviendo siempre. Es la vida en funcionamiento:

«Si uno coloca la mano sobre el corazón, puede sentirlo latiendo con firmeza. No late porque uno piense hacerlo latir (…). Tengo un poco más de control sobre mi respiración que sobre los latidos de mi corazón. Puedo hacer varias respiraciones mientras pienso en ello, pero es completamente imposible para mí estar en permanente control consciente de mi respiración. Dormirme temeroso, pensando que tal vez pueda olvidarme de respirar determinadas veces por minuto durante la noche, sería un terrible problema psicológico. Duermo confiando mi respiración al gran poder de la vida que está más allá de mi control.»[8]

        Si nos gusta, podemos llamarlo literariamente «el gran poder de la vida». Si pensamos desde Schopenhauer, lo llamaremos «voluntad de vivir». Lo importante no es la palabra, sino lo que ésta refiere. Estamos hablando del «núcleo íntimo de todo lo viviente», eso que nos empuja y nos lleva hacia la autoconservación, hacia la práctica del sexo, hacia la expresión de los sentimientos amorosos.
Desde el budismo zen, concretamente, no se trata de negar las pasiones humanas. Se trata, más bien, de dejarlas fluir sin que nos arrastren y nos dominen. Ya indiqué que éste es el rasgo que más significativamente separa el zen de otras formas de budismo. Si los deseos son la causa del sufrimiento humano, entonces el esfuerzo por acallarlos, la avidez por luchar contra ellos y alcanzar el éxtasis del nirvana, ese afán por la salvación, es también puro deseo, y por tanto no permite escapar del sufrimiento. Por el contrario, desde el budismo zen se entiende que «debido a que los deseos y los anhelos son también manifestación de la fuerza vital, no hay razón para odiarlos y tratar de eliminarlos»[9].
No muy lejos de esta idea se encuentra Kôshô Uchiyama cuando escribe: «Ver todos los pensamientos y deseos descansando en el sustrato de la vida; dejarlos ser como son sin dejarse arrastrar por ellos».
Retrato de Kôshô Uchiyama
A lo que añade: «No es cuestión de hacer un gran esfuerzo para no ser arrastrados por los deseos; lo esencial es
despertar y retornar a la realidad de la vida»[10].
De todas las maneras concebibles en las que uno puede «despertar y retornar a la realidad de la vida» (a esa «fuerza vital»), si queremos ser consecuentes con el principio zen de que la mente no puede soltarse de manera deliberada, todas aquellas en las que el individuo ejerce alguna forma de esfuerzo mental habríamos de darlas por inútiles. Allí donde hay esfuerzo mental, allí donde hay planificación u objetivos, no puede darse la experiencia zen de No Mente. Cualquier técnica que comporte disciplina de la mente habría de quedar descartada. Eliminemos, pues, el yoga, la meditación trascendental, la práctica de cualquier forma de ascetismo, de disciplina o de autorrepresión mental; eliminemos la psicoterapia y todas las actitudes intencionadamente encaminadas a alguna forma de redención, de superación del dolor, de búsqueda deliberada del nirvana. Y quizá, por último, habría que descartar también el zazen, puesto que en su versión estandarizada exige disciplina en la una atenta vigilancia del cuerpo con la mente consciente, por mucho que ésta haya soltado sus contenidos y haya logrado acompasarse con el cuerpo.
      Paradójico, ¿no? Desde luego que sí.




[1] Ch’uan Teng Lu, 22, citado por Watts, (1957/2006), El camino del Zen, Barcelona, RBA, pág. 149, y por Toshihiko Izutsu (1977/2009), Hacia una filosofía del budismo zen, Madrid, Trotta, pág. 167. Recojo aquí la traducción de Toshihiko Izutsu.
[2] Izutsu, Op. Cit., pág. 178.
[3] Daisetz T. Suzuki (1959/1996): El zen y la cultura japonesa, Barcelona, Paidós.
[4] Parece haber una relación de parentesco entre el término sánscrito tat, el español tal y el inglés that, todos ellos procedentes de la lengua protoindoeuropea del que surgió el sánscrito, el latín y el antiguo anglogermánico.
[5] El término jiko, 自己, normalmente se traduce del japonés como «uno mismo», pero su significado popular es algo así como «ser personal», con una clara connotación psicológica de «yo consciente», de un modo parecido a como en general nos referimos en nuestra lengua al «yo». En el budismo zen, sin embargo, posee el significado técnico especificado de «yo no condicionado por la mente».
[6] Uchiyama (2004/2009), Abrir la mano del pensamiento. Fundamentos de la práctica del budismo zen, Barcelona, Kairós, pág. 71.
[7] Uchiyama, Op. cit., pag. 72. La expresión «la vida en carne viva» es una traducción del original «nama no inochi» (生の命), que significa «la vida en crudo» o «la cruda vida».
[8] Uchiyama, Op. cit., pag. 75 (el subrayado es mío).
[9] Uchiyama, Op. cit., pág. 99.
[10] Uchiyama, Op. cit., pág. 99 (el subrayado es mío).

jueves, 22 de enero de 2015

Filosofía zen: "La montaña se hace visible"

Uno de los filósofos japoneses contemporáneos que mejor ha sabido explicar el zen es Kôshô Uchiyama (1912-1999). Uchiyama fue monje zen desde 1940, abad del monasterio de Antaiji, autor de más de 20 libros sobre el zen y profesor de filosofía occidental en la Universidad de Waseda. En 1975 se retiró con su esposa a un pequeño templo de las afueras de Kioto, donde permaneció hasta su muerte en 1999.
     Partiré de una frase reveladora: «Todos nuestros pensamientos y sentimientos son una forma de secreción[1]». Con la expresión «secreción», Uchiyama quiere decir algo así como «proyección», lo que no está muy lejos del idealismo trascendental de Kant o del concepto de representación de Schopenhauer.
Kôshô Uchiyama
Al fin y al cabo, si no entramos en detalles, la idea general es la misma: vivimos atrapados en nuestra propia cápsula cognoscitiva, de manera que todo cuanto percibimos o conocemos tiene su ocurrencia en nuestro mundo mental subjetivo. La imagen del yo que nos formamos depende no sólo de nuestros conocimientos acerca de nuestros estados mentales, sino también acerca de todo lo que suponemos no es el yo (las personas que nos rodean y nuestra relación con ellas, por ejemplo), pero en realidad todos esos conocimientos son también representaciones, así que la conciencia del yo se nutre de contenidos de ese mismo yo conocedor, y no de algo exterior a él. Por si fuera poco, no nos es posible cuestionar el propio yo. Pues si uno afirmara: «Yo no soy únicamente la idea de mí mismo», estaría presuponiendo otra idea de sí mismo, que es la del «yo» inicial de la frase.
Los comentaristas del budismo zen insisten en que la mente no puede actuar sobre sí misma. Suelen hablar de mente dividida para referirse al hecho de que cuando la mente piensa en sí misma incurre en una ilusión: la de creer que puede objetivarse, que puede conocerse en su integridad y de algún modo ser dirigida o conducida. Esto no es posible hacerlo, pues quien supuestamente conoce, dirige o conduce la mente es la propia mente, que ha sido desplazada, quitándose del campo de visión y poniéndose, como quien dice, detrás de la cámara. Puede creer que ella es el objeto, pero no es así: también es el sujeto. Se ha dividido, y al dividirse no puede ejercer ese control que pretendía. Al reflexionar sobre sí misma ha caído en el error de identificarse con su propia imagen.
He de añadir que la mente no sólo se divide cuando piensa en sí misma. También lo hace, en una instancia anterior, por el mero hecho de considerar que hay un exterior al sujeto que es el objeto de conocimiento o experiencia. Es la estructura conocedor-conocido lo que confiere a la mente su carácter dual. Ésta se desdobla al conocer el objeto, pero también al conocerse a sí misma como conocedora del objeto, y como conocedora de sí misma conociendo que conoce el objeto, y así hasta el infinito, lo que obviamente no ocurre en la experiencia ordinaria. En ella percibimos tanto lo exterior al sujeto de la percepción («Veo la montaña») como lo interior («Soy feliz»). Pero la montaña percibida es tan parte del sujeto cognoscente como la felicidad que siento. En realidad, al zen no le interesa tanto la conciencia no intencional que se expresa en proposiciones que describen estados internos tipo «Soy feliz», como la conciencia de estados externos, pues es en ellos en los que más fácilmente puede captarse la realidad no dual de la experiencia (la superación de la dicotomía sujeto-objeto). No podemos trascender esta dualidad si creemos en un yo substancial enfrentado a una realidad ajena al yo. Sólo podemos hacerlo si entendemos que ambos, el sujeto y el objeto, son parte de mi representación, y que la representación no es más que una especie de telaraña ilusoria que oculta la realidad, que es no intencional.
A algunos les parecerá que esta especulación es un puro galimatías teórico, pero estamos describiendo algo bastante obvio que tiene una inmediata repercusión sobre la vida práctica: se trata, en definitiva, de la constatación de que cualquier intento de objetivar nuestros propios contenidos mentales creyendo que, de este modo, al observarnos «desde fuera» podemos solucionar algún problema, es un esfuerzo inútil. Pues no hay un «fuera» desde el que podemos observar. No podemos salir de la mente con la mente. No podemos liberarnos de ella. Vivimos, por ello, atrapados en el mundo del conocimiento y de la percepción. El conocimiento y la percepción es lo que desde la tradición filosófica brahamánica se denomina en sánscrito nama-rupa (nombre y forma), que constituyen la ilusión, maya, con la que vivimos en el mundo fenoménico. El budismo chino-japonés mantiene esta vieja idea india y le añade un matiz radicalmente antiintelectualista: el mundo conocido, categorizado, encorsetado con el afán ordenador de una mente racional, es un mundo en el que la cháchara de las definiciones produce tal confusión que sobre él no hay nada interesante que decir.
           Pero Uchiyama, como otros filósofos que se han esforzado por explicar esta variante del budismo, sí tienen algo interesante que decir. Pues han de aclarar todavía cómo puede el individuo escapar de esta ilusión, si es que logra hacerlo. Es fácil adivinar que la única alternativa que tenemos es acordarnos de que nosotros como individuos no sólo somos mente, sino un compuesto de mente y cuerpo, y que es a través del cuerpo como lo vamos a lograr. Los propios analistas del zen, casi siempre monjes o eruditos, se refieren a este trabajo del cuerpo como «meditación sentada» (zazen), pero no es exactamente meditación.
Monje en posición zazen
Es una manera de acallar la mente para dejar que el cuerpo hable. Muchos de estos monjes o eruditos han practicado zazen durante toda su vida y se refieren a él como una experiencia no mental. No deja de ser curioso, por cierto, que sean capaces de describirlo (lo cual consiguen con diferentes resultados) al mismo tiempo que advierten de las limitaciones del conocimiento racional y rechazan el engaño al que está normalmente sometido.
            El zazen no es sentarse con la mente en blanco, ni es la concentración en un punto sensible para focalizar los pensamientos en un único objeto, ni es tampoco meditación metódica. Es, como he sugerido más arriba, hacer algo con el cuerpo, más que con la mente: adoptar una postura corporal adecuada, respirar profundamente, quedarse en auténtica calma e ir soltando los pensamientos al tiempo que uno se esfuerza por mantener la postura correcta. El cuerpo es quien lleva la iniciativa en esta situación, y por ello se habla de estado de «No Mente». Un modo sencillo de explicar qué es el estado de No Mente es decir que en posición de zazen la mente se hace cuerpo. La mente se pone en situación de ser sólo consciente de lo que está pasando «aquí y ahora», y eso que está pasando en el «aquí y ahora» es estar sentado con las piernas cruzadas y la espalda recta, respirando y dejando que los pensamientos pasen de largo sin aferrarse a ellos. Uchiyama lo explica en estos términos:

«Zazen no es pensar; tampoco es dormir. Practicar zazen es estar llenos de vida esforzándonos en mantener la postura correcta de zazen. Si nos adormecemos mientras hacemos zazen nuestra energía se disipa y nuestro cuerpo se desestabiliza. Si perseguimos nuestros pensamientos nuestra postura se vuelve rígida. Zazen no es ni estar laxo y falto de vida, ni tenso; nuestra postura debe estar llena de vida y energía»[2].

Uno se pregunta entonces qué es lo que pretende el budismo zen. Qué gana un practicante de zazen. Qué estado es ése de No Mente en el que la realidad aparece sin el condicionamiento de la representación cognitiva. ¿Cómo puede uno experimentar algo si la mente conocedora, situada en el espacio y el tiempo, con todo su cúmulo de recuerdos, con sus deseos y esperanzas a cuestas, no existe ya? ¿Qué queda cuando uno suelta sus contenidos mentales?
        Como decíamos, es una experiencia en la que, al no haber ya sujeto conocedor ni objeto conocido, la realidad tiene lugar en un «eterno ahora». Como tal, no se puede decir que sea una experiencia mental, pues la mente no ejerce ningún control. Es un actuar sin pensar, o mejor dicho, un dejar que la acción ocurra sin aferrarse mentalmente a ella. Más que de anular la actividad mental, se trata de «no agarrar la mente con la mente», quedándose quietamente sentado mientras la hierba crece[3]. No se necesita para ello dejar de pensar, sino dejar de pensar que tenemos que dejar de pensar, permitiendo que la realidad natural, no la realidad conocida sino la realidad tal cual es, siga su corriente y se exprese en nosotros como parte que somos de su totalidad.
Bankei Yôtaku
Pues el intento de barrer los pensamientos, es, como decía el filósofo japonés Bankei Yôtaku (1622-1693), una actividad tan inútil como lavar manchas de sangre con sangre.
            Esta ruptura de la actividad intencional de la mente implica una suerte de retirada del mundo fenoménico, por usar la expresión de Schopenhauer. Así, volviendo al ejemplo anterior, la experiencia que refiere la expresión «Veo la montaña» no dejará de ser intencional hasta que se considere idéntica a estas otras tres expresiones: «La montaña me ve», «La montaña ve la montaña», «Me veo a mí mismo». Estas cuatro frases, una vez entendidas como sinónimas, se pueden reducir a una sola exclamación: «¡Montaña!». Naturalmente, también se pueden reducir a «¡Yo!», o a «¡Ve!». Pero quizá la expresión que más se aproxime a la experiencia zen sea la de una frase construida con verbo intransitivo: «La montaña se hace visible» (aún mejor: «La visibilidad de la montaña acontece»). Este acontecer, en la medida en que se realiza en nosotros, no es ya una representación de nuestra mente sino una experiencia del cuerpo.




[1] Kôshô Uchiyama (2004/2009), Abrir la mano del pensamiento. Fundamentos de la práctica del budismo zen, Barcelona, Kairós, pág. 58.
[2] Uchiyama, Op. cit, pág. 88.
[3] Alan Watts (1957/2006), El camino del Zen, Barcelona, RBA, pág. 165.

domingo, 18 de enero de 2015

Zen: un budismo para la gente de a pie

De importancia crucial en la cultura japonesa, no es fácil dirimir si el budismo zen es más una religión que una filosofía o lo contrario. Se suele decir para solventar esta cuestión que no es ni lo uno ni lo otro, sino una corriente espiritual o un camino de liberación, una vía de iluminación, una actitud ante la vida o, simplemente, un «despertar» ante la realidad. Hay numerosas variantes del zen e interpretaciones distintas de cada una de ellas, así que lo más recomendable es dejar de poner etiquetas y tratar de comprender el fenómeno dentro del contexto de la sabiduría oriental. Lo mismo podría decirse para el vedanta, el yoga, el taoísmo o el confucianismo. Todas ellas son corrientes culturales que se desarrollaron inicialmente en forma de especulación teórica escrita, pero que pronto encontraron vías prácticas de realización a través de técnicas de meditación o actitudes específicas, y de las que han derivado rituales, doctrina religiosa y en algunos casos organización monástica.
           En el caso del budismo zen, cabe destacar su origen chino. Las más importantes escuelas zen se originan en China en la era Tang (siglos VII-IX) y sus enseñanzas se divulgan en la literatura religiosa durante la era Song (siglos X-XIII). Aunque tradicionalmente se considera que el fundador mítico (Bodhidharma, siglo VI) fue un indio que viajó a China, los primeros maestros del zen, llamados «patriarcas», fueron chinos. Como dijo Daisetz Teitarô Suzuki, el zen es una revolución china contra el budismo indio.
Daistetz Teitarô Suzuki
Una revolución tranquila y sensata, podríamos añadir, que sólo pudo hacerse gracias a la existencia de dos culturas bien arraigadas en la China de entonces: el confucianismo y el taoísmo.
Por un lado, desde el clima cultural que había facilitado el confucianismo vigente en la China del período Tang, el budismo recientemente introducido tenía que ser entendido de una manera bastante menos rigorista que como se había difundido en su lugar de origen, la India. El confucianismo es una doctrina social pragmática, favorable a las convenciones, a la cortesía y al cumplimiento de los deberes filiales; es al mismo tiempo una visión humanista de la vida, contraria a toda forma de fanatismo basado en ideales o en supuestas verdades metafísicas. Una de las ideas clave del confucianismo dice así: «Es el hombre quien hace que la verdad sea grande, no la verdad lo que engrandece al hombre». Ya desde este postulado podemos vislumbrar cómo la cultura china modeló el budismo indio rebajando sus aristas, haciéndolo más propicio para el común de los mortales, más asumible para gente que en lugar de renunciar a los placeres de la vida, en lugar de convertirse en un asceta o un santo, prefería vivir con su trabajo cotidiano y su familia. Gente que no estaba dispuesta a domeñar sus instintos y sus pasiones normales porque no veían nada malo en ellas.
Por otro lado, los primeros textos del budismo zen chino (budismo Chan[1]) están marcadamente influidos por el taoísmo filosófico. Frente al regulacionismo confuciano, el taoísmo defiende la espontaneidad del individuo y su inmersión en el curso de la naturaleza. En lugar de regular la convivencia social, pretende dar cabida a las aspiraciones de quienes, cansados de normas y responsabilidades, se desmarcan de la sociedad para vivir sin afectación, «dejándose llevar» (wu wei: no forzar, no planificar), sin someterse a la presión de las complicadas situaciones en las que los seres humanos nos vemos envueltos en el curso de nuestra vida, superando toda tensión y manteniendo una actitud de desasimiento mental que queda bien plasmada en esta frase de Chuang-tzu: «El hombre perfecto usa su mente como un espejo. No aferra nada, no rechaza nada. Recibe, pero no conserva». No hay que procurar conseguir nada, sino seguir el curso de la vida; no hay meta que alcanzar, no hay preceptos que cumplir, no hay culpas ni castigos, ni logros ni recompensas, sino únicamente el disfrute del propio fluir por la existencia. La arraigada presencia del taoísmo convertirá al budismo llegado a China desde la India en un camino fácilmente transitable que puede recorrerse desde una actitud mental casi ingenuamente desprovista de pretensiones intelectuales. Así pues, si la influencia del confucianismo hace del budismo una doctrina más al alcance de cualquier ser humano, la del taoísmo la convierte en una práctica antiintelectualista.
El budismo zen había llegado a China como un desarrollo del budismo Mahayana, que se expandió por el norte de la India hacia Oriente, a diferencia del Theravada, que lo hizo por el sur. En algunos textos muy antiguos del Mahayana ya estaba presente la idea de que caer en la pretensión de alcanzar la iluminación es caer en un círculo vicioso. Sobre todo en la filosofía de Nagarjuna (en torno al año 200 de nuestra era), conocida como Sunyavada o doctrina del vacío, se muestra la relatividad de cualquier posición metafísica. Intentar conseguir el nirvana es absurdo.
Representación de Nagarjuna
Si el nirvana es el estado de no aferrar con la mente, tratar de aferrarse al nirvana es obviamente autocontradictorio. Este escepticismo hacia la propia idea de «conseguir algo» marcará profundamente el budismo zen. Detrás de las muy citadas fórmulas mahayanistas «nirvana es samsara» o «el vacío es la forma y la forma es el vacío», se esconde toda una serie de paradojas que tienen un común aire de familia y que hablan de la imposibilidad de conseguir aquello que por definición sólo sobreviene cuando no se busca de manera deliberada. Actuar sobre la propia mente para intentar acallarla es absurdo. Si uno intenta no pensar en nada, ya está pensando en algo. Si uno se esfuerza incluso por aferrarse a la idea de que la mente es algo no substancial, impermanente, ya está anclando su conciencia en una substancia.
Lin Chi
Si uno entrega su vida a la búsqueda de la iluminación, en lugar de liberarse se condena, pues se ata a su propósito. Como dijo Lin Chi (en japonés, Rinzai):

«En el budismo no cabe hacer esfuerzos. Sé ordinario y nada especial. Descarga tus intestinos y tu vejiga, ponte la ropa, come tu comida. Cuando estés cansado, vete a acostar. Los ignorantes quizá se rían de mí, pero los sabios comprenderán»[2].

Unas palabras de clara resonancia taoísta. La actitud adecuada es la de soltar los pensamientos, pero sin tratar de esforzarse lo más mínimo en ello, sin tratar de alcanzar ningún estado especial o superior de espiritualidad, pues quien persigue voluntaria y esforzadamente la iluminación, queda preso del dictum de su propia mente. Ésta es la contradicción performativa, que siguiendo a Nagarjuna, denunciarán los patriarcas del budismo zen.
La paradoja es asimismo aplicable a la conciencia de la mutabilidad de los fenómenos que nos rodean (cuanto más cambiante se ve todo, más permanente se hace la idea de que todo es cambiante) y a la pretensión de negación del yo: la mente se afirma al intentar negarse. Es especialmente notorio en este último caso:­ cuanto más intenta uno convencerse de que la mente es un flujo de conciencia siempre cambiante, más se estabiliza la mente, pues ¿qué, si no la mente, es lo que está tratando de convencerse? Es ella la que sale reforzada por ser el sujeto del que se predica una cualidad (la impermanencia). La mente no se puede liberar de la contradicción performativa mientras persista en su intención.
La conciencia de la mutabilidad se libera de la contradicción únicamente cuando la mente se suelta de toda intención y cae, desprendiéndose de la estructura dualista que la conforma; me refiero a la estructura, que el budismo considera convencional, no ontológica, mente/realidad, sujeto/objeto o conocedor/conocido. No entra entonces en un estado de fascinación hipnótica o de trance. Tampoco en un estado de meditación consciente, ni siquiera en una conciencia de la absorción del sujeto por parte del objeto. Es una experiencia en la que, al no haber nada que conocer ni nadie para conocerlo, los procesos simplemente tienen lugar, ocurren, suceden en un «eterno ahora».
Ideograma de "Zen"
Dicha experiencia impersonal es el estado denominado de «No Mente». Pero los maestros del budismo zen reconocen que cuanto sucede en el estado de No Mente es de alguna manera recuperado desde la conciencia subjetiva individual. Y ésta ya no es, entonces, experiencia impersonal, sino experiencia sensible o perceptiva del sujeto: «Se trata de la obtención de un nuevo punto de vista para la contemplación del mundo»[3].
Soy consciente de que la experiencia «No Mente» requiere una explicación más asequible y en posteriores artículos me ocuparé de ello, pero ahora interesa destacar que el principal rasgo que distingue el budismo zen de otras formas de budismo es precisamente la recuperación del estado de «No Mente» desde la conciencia subjetiva individual. Es lo que hace especialmente compatible «el despertar» con la experiencia de la vida cotidiana, lo que lo hace asumible por cualquier mortal sin voluntad de convertirse en un iluminado: entrar en el despertar y recuperarlo desde la vida cotidiana no requiere ningún esfuerzo de negación de las pasiones humanas. El zen no promueve ninguna forma de ascetismo, ningún rigorista sacrificio de las inclinaciones, ninguna renuncia al sustrato emocional en el que vivimos inmersos los seres humanos. El precepto budista conocido como la «Segunda Noble Verdad», que afirma que la causa del sufrimiento y la frustración es el afán por aferrarse (el deseo, la pasión, la ansiedad), no es violado por el zen, pero sí interpretado con matices que recuerdan la filosofía taoísta de la que procede. Las pasiones no hay que reprimirlas, lo que no significa que se las ha de permitir expresarse a sus anchas sin limitación; más bien se trata de vivirlas en la vida cotidiana dejándolas fluir, adecuadamente canalizadas, desde la experiencia no dualista de fusión con (o inmersión en) esa fuerza vital que más allá de nuestra percepción y de nuestro conocimiento atraviesa la realidad en su conjunto.




[1] Una denominación que tiene su origen en la palabra sánscrita dhyana (en pali, jhana), que significa «contemplación» o «meditación».
[2] Lin Chi Lu, citado en Alan Watts (1957/2006), El camino del Zen, Barcelona, RBA, pág. 122.
[3] Daisetz Teitaro Suzuki, (s.f./1992), Introducción al budismo zen, Bilbao, Mensajero, pág. 137.

martes, 13 de enero de 2015

Estética de la relación y cultura actual

Junichirô Tanizaki
La estructura del iki tuvo un notable éxito desde su publicación en 1930 y se ha convertido en un clásico que aparece citado en cualquier monografía sobre estética japonesa. Tres años después apareció El elogio de la sombra, del escritor Junichirô Tanizaki, considerado hoy una pequeña obra maestra de la estética que refleja el sentir tradicional de los japoneses1.
         Unos años antes, el muy influyente Kitarô Nishida había publicado El arte y la moral (1923), un libro en el que sugirió un modo específicamente japonés de entender el arte como medio de superación del dualismo sujeto-objeto, algo que está directamente relacionado con el budismo zen. Tanto el libro de Shûzô Kuki como el de Junichirô Tanizaki parecen penetrados por esta visión relacional de la estética expuesta por Nishida, una visión muy vinculada al budismo japonés: el arte no es el fruto de una voluntad consciente dirigida por la intención de expresar, sino un modo de trascender la subjetividad; el artista se esfuerza por superar el yo cotidiano. Ahora bien, para Nishida, y podría decirse que también para Kuki y Tanizaki, el polo del artista no es lo más significativo del arte japonés, sino el hecho de que al mismo tiempo, el otro polo, el del objeto o la naturaleza transformada, se expresa en lo que el filósofo de la escuela de Kioto llama el «autodespertar de la realidad». Esto debe ser interpretado en el sentido de que las obras de arte no son la expresión de un artista sino algo radicalmente diferente: el resultado del esfuerzo del artista por «prescindir del prejuicio de verse como un sujeto en un mundo de objetos»
2, dejando el campo abierto para que sea no ya el objeto, sino la relación entre el sujeto y el objeto la que se exprese a sí misma. Porque la realidad para Nishida es, ante todo, relación en un contexto3.

Kitarô Nishida
   Es importante considerar brevemente la idea de relación para entender la estética japonesa. Resulta fundamental para comprender la visión de Kuki, pero también las de Nishida y Tanizaki. Y, quizá, la de cualquier japonés culto que sepa mirar un poco más allá de la plana superficie con la que hoy se presenta la actividad artística.
       En la conciencia de los japoneses parece ser muy importante el concepto de relación contextual que se expresa en el ideograma 間 (ma). Según aparezca solo o acompañado por otro ideograma, puede leerse ma, aida o kan. Si aparece solo y funciona como preposición, 間 es «entre» o «mientras» (aida, lectura de origen japonés); si aparece asociado a otro ideograma, entonces se impone la lectura de origen chino, kan: así, 時間 (ji-kan) es «intervalo de tiempo». O 空間 (kuu-kan) significa «espacio». ¿Qué sentido tiene entonces 間 cuando la lectura es ma? El diccionario nos dice también «intervalo» y «espacio», pero aquí la idea de espacio tiene un sentido claramente relacional. Ma es más relación entre dos que espacio intermedio entre dos. Pondremos varios ejemplos.
          Tanto en la música del teatro como kabuki, 間 (ma) es el silencio que interrumpe brevemente una melodía. En estos casos no se trata de un espacio vacío sin música, sino de una parte de la propia melodía; algo más, pues, que un simple intervalo entre dos notas. También es, en la música tradicional japonesa en general, una cualidad de la nota musical difícil de explicar: algo así como la inevitable remisión de esa nota al sonido que le sigue. El ma, si está en el sonido precedente, es porque remite de manera inevitable al sonido siguiente. Marca, pues, la relación entre dos sonidos.
        En el deporte nacional japonés, el sumô, 間 (ma) designa la relación entre los dos contendientes.
            En el habla, 間 (ma) es el espacio comprendido entre una frase y otra. En la tradición oratoria japonesa, y especialmente en el recitado de la poesía tradicional conocida como tanka (con cinco versos de 5-7-5-7-7 sílabas) se han de saber situar los respiros y las pausas. Todavía en la actualidad, los japoneses valoran, cuando conversan, la colocación adecuada de los intervalos entre frases o palabras
4.
           En la arquitectura y jardinería, 間 (ma) hace referencia al espacio vacío, que tiene un notable protagonismo tanto en el interior como en el exterior. Se usa también para designar las habitaciones de la casa tradicional, casi totalmente desprovistas de mobiliario (sala de estar: chanoma). El espacio vacío es importante en la habitación (chashitsu) en la que se desarrolla la ceremonia del té (chanoyu).

Ilustración de Chanoyu
       La atención a los movimientos que llevan a cabo el ritual del té son facilitados en parte por la sensación de vacío que despide el entorno diáfano de la sala; esto es, por el 間 (ma). Algo parecido vale para los espacios abiertos de la jardinería tradicional.
         Y llegamos finalmente al concepto más representativo de todos: la idea de 人間 (ningen). Significa «ser humano» o «humanidad». Debemos de preguntarnos por qué al ideograma 人 (hito), persona, se le añade 間. Aquí hay una clave que nos permite entender en cierto sentido todo lo anterior. Hay un rasgo de la cultura japonesa que los propios japoneses consideran crucial: el hecho de que se valore la relación humana más que la individualidad. O la intersubjetividad más que la subjetividad: el 間 (aida) entre 人 y 人 es más importante que «cada 人».
       Esto dice mucho acerca de los japoneses: acerca de su acendrado sentido de la comunidad, de su sentido del honor o dignidad y su terrible aversión a la vergüenza, algo muy relacionado con lo anterior, de su discreción en lo personal y del respeto cortés en las relaciones humanas, de su valoración del aprendizaje artístico a través de la relación discipular, y también, por último, de su concepción relacional de la estética.
       El análisis que Shûzô Kuki hace del concepto de iki recoge perfectamente este rasgo de la estética japonesa. La relación seductora de la que él habla es algo más que una coquetería elegante y distanciada. Es un fenómeno de conciencia y un «modo de ser», lo que nosotros entendemos en términos de gusto estético. Más que un modo de ser, por tanto, es un modo de apreciar. ¿Un modo de apreciar qué? Específicamente, la relación entre hombre y mujer. Pero no cualquier relación, sino una en la que se manifiesta una seducción contenida que se plasma natural y artísticamente.
          Más que «una hermenéutica del ser étnico», como él mismo asegura
5, lo que ha hecho es una fenomenología del gusto japonés. O de un cierto gusto japonés, representativo de su cultura: el de la seducción con valiente compostura y desapego emocional.
        Queda por aclarar si el fenómeno del iki tiene algún sentido todavía en el Japón actual. En la medida en que los japoneses sean conscientes de su herencia cultural y se muestren favorables a valorarla, las ideas de Kuki seguirán teniendo predicamento y ayudarán a los propios japoneses a comprender su propio gusto estético, al tiempo que los no japoneses podrán acercarse a la cultura nipona con una buena herramienta conceptual. 

         Lamentablemente, en el arte japonés de hoy predomina la infantilización y el consumismo; y como suele ocurrir, también está en boga una crítica a esta tendencia que hace uso de los mismos parámetros estéticos que pretende criticar6. Tras la Segunda Guerra Mundial, la fuerte influencia de la cultura popular estadounidense ha hecho de fenómenos como el manga, el anime, el videojuego, el fanshi guzzu7, el pop y las tendencias de moda algo más que un simple pasatiempo juvenil; según algunos sociólogos que han analizado el tema, se trata de un nuevo rasgo de identidad que atañe por igual a jóvenes y adultos, e impregna la cultura y el arte de un fetichismo bidimensional ligado al mundo de la infancia. El gusto de la seducción iki que hemos recordado en estas páginas está muy lejos de este «Japón superflat», pero tampoco es un hallazgo arqueológico; podemos encontrarlo en las novelas de Kawabata que siguen leyéndose, en la ceremonia del té que sigue celebrándose, en el teatro kabuki que todavía se representa, en los tejidos de los quimonos que aún se visten o en la bella arquitectura tradicional, que aún perdura a pesar de que los japoneses ya no duermen en tatamis. En este contexto, debemos valorar el esfuerzo que tantos japoneses han hecho -y siguen en ello- por preservar los rasgos más característicos de su cultura tradicional.

Nota final: Agradezco a Yoshiko Sugiyama su colaboración en la revisión de esta serie de artículos. Aki Mochizuki me sugirió la idea de estudiar la estética de Shûzô Kuki y Tokurô Mochizuki aportó importantes sugerencias; Teresa Clavel, Jorge Mínguez, Juan Antonio Rivera y Jesús Martínez Gómez leyeron los textos antes de ser publicados e hicieron críticas y comentarios; vaya mi agradecimiento también para ellos.



[1] Tanizaki, con el desenfado de su encantador estilo, resalta en su ensayo el valor estético de las sombras y penumbras para la apreciación de los espacios arquitectónicos, los objetos de artesanía lacados, la escenografía del teatro y kabuki, el maquillaje o la presentación de los alimentos. Tanizaki, J. (1933/1994), El elogio de la sombra, Madrid, Siruela.
[2] James, V. Heisig (2002), Filósofos de la nada. Un ensayo sobre la Escuela de Kioto, Barcelona, Herder, p. 94.
[3] Nishida expone, en términos que recuerdan a la fenomenología, que el yo no tiene experiencias sino que es experiencia. Con la intensificación de la experiencia el yo se afirma, pero al mismo tiempo, al darse cuenta de que no es algo diferente de la experiencia, se niega. De esta afirmación-negación surge la conciencia humana de ser un locus más de la actividad de la realidad. Y esta actividad es denominada, al estilo del budismo zen, «autodespertar de la realidad». El «autodespertar de la realidad», concepto central de la filosofía de Nishida, es la nada absoluta manifestándose como locus de todos los loci o contexto de todos los contextos.
[4] Los intervalos de tiempo son tan importantes en el habla en japonés como prescindibles son los de espacio en la escritura, donde solamente se aprecian cuando se colocan signos de puntuación.
[5] Kuki,Shûzô (1930/2007), The Structure of "Iki"Reflections on Japanese Taste. Sydney, Power Publications, pág. 118.
[6] Takashi Murakami (Tokio, 1962) empieza su influyente Manifiesto Superflat con estas palabras: «El mundo del futuro puede ser como Japón es ahora: superplano».
[7] Del inglés fanzy goods, término que designa objetos de adorno personal y otros gadgets de consumo masivo de moda en Japón.

domingo, 11 de enero de 2015

La elegancia del gusto en las obras de arte

Llegamos por fin al iki objetivado en las obras de arte. Vaya por delante un aviso preventivo: es un error suponer que esta objetivación permite conocer el iki. Ni en su expresión natural ni en la artística puede uno penetrar en la estructura de este concepto, que requiere de un análisis previo como fenómeno de conciencia (véanse las entradas anteriores). El arte puede a lo sumo mostrar un iki simbolizado: «Es un esfuerzo inútil empezar el estudio del iki considerando el arte o la forma natural como su expresión objetiva»1. La posición de nuestro autor es que el arte japonés requiere de una interpretación previa que sólo puede facilitar el análisis conceptual de ese gusto estético firmemente arraigado en la tradición cultural, un gusto que podría ser entendido como una mentalidad o, en palabras del propio Kuki, un modo de ser2.
       Si echamos mano de la vieja distinción entre artes imitativas (pintura, escultura y literatura), que emplean representaciones concretas, y artes libres o no figurativas (diseño, arquitectura y música), vemos que, aunque las primeras pueden representar el iki3 e ilustrarlo convenientemente, son las segundas las que mejor lo expresan. Esto es porque si la pintura o la literatura lo convierte en contenido, lo deja de expresar como forma. Por ejemplo, puede decirse que la famosa pintura de Utamaro conocida como La hora del gallo representa esa habilidad tan propia de la mujer japonesa de mostrarse atractiva y remota al mismo tiempo4.
La hora del gallo, de Utamaro
El
iki es ahí el contenido. No es fácil ver, entonces, el iki en otros rasgos formales, como pudieran ser las líneas delimitadoras del dibujo, la diluida coloración o la simplicidad del diseño compositivo. Igualmente, una novela puede escenificar una seducción contenida, pero eso impediría apreciar dicha cualidad en el ritmo de la prosa.
         Es por ello más fácil de apreciar el fenómeno en las artes no figurativas. Quizá donde mejor se capta es en el diseño. En el diseño de estampados en líneas geométricas para los vestidos, la idea de relación entre dos queda mejor expresada cuando las líneas son paralelas verticales. El gusto por las rayas verticales en el quimono, aunque se inicia a finales del siglo XVIII, se puso plenamente de moda en los períodos Bunka y Bunsei, ya en el XIX. La separación entre las líneas verticales es más fácil de distinguir visualmente que en las horizontales. Nótese que no es tan importante la visualización de la línea como la de la relación que guardan las líneas entre sí. También es importante la sensación de ingravidez que producen. Las líneas horizontales pesan, mientras que las verticales se alzan con ligereza. En el quimono la cosa es más compleja porque cuenta también la constitución corporal de la mujer y las relaciones que guardan las líneas de la pieza exterior principal del vestido con el estampado del obi, la faja ancha de tela algo más gruesa que se ata por la espalda.
       Sin entrar en detalles, en los tejidos son más descriptivas del concepto relacional de iki las líneas geométricas que las curvas, y entre aquellas, las verticales paralelas visualmente distinguibles (no los tejidos «mil rayas»).
Quimonos de estampados geométricos
Por otra parte, los diseños no geométricos difícilmente dejan ver las relaciones formales, y tienen por ello más dificultad en servir de vehículo de expresión de lo iki. Esta posición de Kuki es realmente sorprendente si consideramos, por un lado, la importancia que la pintura figurativa tiene en la tradición del arte plástico japonés, y por otro la profusión de dibujos naturalistas de gran calidad que aparecen en tejidos y elementos de arquitectura interior -paneles correderos, pantallas de linterna, kakemonos
5-, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVI6.
         Los colores más apropiados para la expresión de la seducción de la que Kuki nos habla han de ser necesariamente poco intensos y saturados, preferiblemente tonalidades de gris, marrón y azul.
Quimonos masculinos de la era Tokugawa
Cualquier color que pierda saturación tiende hacia el gris, y el gris es el color del desapego y la renuncia. En general, en toda la era Tokugawa (o período Edo) proliferaron en los vestidos colores como el gris pardo, el plateado pardo o el gris azulado, pero por encima de éstos destaca un color que ha producido una locución como esta: «Uno cae enamorado ante las faldas edoítas de color marrón té»
7. ¿Qué tipo de color es el marrón té? En Japón hay muchas variedades de té con distinta coloración. Kuki admite que el marrón té tiene innumerables tonalidades, para las cuales durante el periodo Edo se desplegó un riquísimo vocabulario.
Quimono de color marrón té
Lo esencial es que los colores del té tienen bastante brillo pero escasa saturación; el brillo expresa la atracción fina y cortés, mientras que la baja saturación le da el toque de desapego que requiere lo
iki. En términos generales, los colores fríos son más elegantes que los cálidos, por eso el índigo y el azul oscuro, como el marrón verdoso o el verde aceitunado, son colores apropiados para la expresión artística de ese idealismo moral del guerrero y de esa actitud de antirrealismo budista que acompañan a la seducción cuando se da el fenómeno iki.
         La interpretación que Kuki hace de los colores en relación con su trama de conceptos es, como puede apreciarse, sumamente especulativa. No ocurre lo mismo con su análisis de la arquitectura, donde encontramos mayor concreción.
         La casa tradicional japonesa es un espacio único en el que los shôji, paneles de papel revestidos de una cuadrícula de listones de madera, separan las distintas estancias de una forma que puede cambiarse a placer.
Casa tradicional japonesa
Dichos paneles portátiles forman tabiques móviles, llamados fusuma, que permiten crear espacios mediante puertas corredizas en función de las conveniencias del momento. En torno a la casa hay un pasillo de madera, engawa (縁側), que hace las veces de espacio intermedio entre el exterior y el interior de la vivienda: ni es un vestíbulo ni una terraza, sino una prolongación de la casa cuando se abren sus paneles exteriores. El espacio vital de la casa se extiende, de este modo, hacia el exterior, desdibujando sus límites con el jardín.
Pasillo exterior de la casa japonesa
Pese a que la vivienda tradicional está ligeramente elevada sobre el suelo y visiblemente este pasillo forma parte del armazón de madera de la construcción, el engawa no está ni dentro ni fuera: protegido por el alero del tejado, es una especie de porche o antesala que logra un admirable efecto de integración de la vivienda en la naturaleza.
       Kuki destaca precisamente esta cualidad de la arquitectura japonesa: la de significar la relación. Relación entre interior y exterior, en primer lugar. Pero también relación entre los distintos materiales que se han usado desde tiempos inmemoriales, sobre todo la madera y el bambú. Y relación de contraste formal entre el suelo plano y el alero curvo del tejado.
Contrastes entre formas y materiales
en la casa tradicional japonesa
Todos los elementos de la casa tradicional están concebidos para dotar de sentido a la relación entre espacios, materiales, formas, funciones y, en definitiva, personas.
A la importancia de lo relacional hay que añadirle el valor de la austeridad. El estilo rectilíneo de la arquitectura nipona es, según Kuki, de una «suavizada austeridad» especialmente remarcada por la sobriedad del color empleado en los materiales y la tenuidad en la iluminación. Lo relacional aquí es el valor estético de la dimensión seductora de lo iki (lo que él llama «causa material»). La austeridad sería el valor de sus otras dos dimensiones: idealismo moral y antirrealismo religioso (la «causa formal»).
       La última expresión artística no figurativa que se aborda es la música. En música, lo iki se expresa en la melodía y el ritmo de un modo peculiar: cuando producen desplazamientos. Los desplazamientos son rupturas: melódicas, de tono, de ritmo o de acompañamiento. Nos resulta imposible entrar en detalles de técnica musical8, pero señalaremos el gusto de Kuki por las interrupciones bruscas de las frases musicales repetitivas, por los breves silencios musicales intermedios o por los cambios de notas agudas a notas graves, todo lo cual denota una «remarcablemente amorosa cualidad relacional».




[1] Kuki, Shûzô (1930/2007), The Structure of "Iki"Reflections on Japanese Taste. Sydney, Power Publications, Pág. 118.
[2] Es significativo que el libro de Kuki, cuya primera edición apareció en dos entregas sucesivas en la revista Shisô (Pensamiento) en enero y febrero de 1930, vaya dirigido especialmente a un público japonés con el propósito de ofrecerles una hermenéutica de su propio «ser étnico». 
[3] De hecho, en su análisis conceptual, Kuki hace constantes referencias literarias sirviéndose de ejemplos concretos.
[4] En esta pintura, una criada que aparece en posición agachada cogiendo una linterna se vuelve hacia su oiran para preguntarle algo, mientras ésta, una figura de cuerpo estilizado hasta el extremo, mantiene una actitud en la que parece completamente absorta en sus pensamientos. Gian Carlo Calza la describe así: «Un aspecto de su capacidad seductora es la manera en que se muestra, como perteneciendo a una esfera diferente de la habitada por el común de los mortales, incluyendo aquellos que desean encontrarse con ella y poseerla; y eso lo enfatiza el fondo de polvo dorado, que le presta a la figura un aura cuasi-divina». Calza, G. C. (2007), Japan Style, London, Phaidon Press, p. 51. Véase la ilustración junto al texto.
[5] El kakemono (掛け物) o kakejiku (掛け軸) es una pintura que se despliega verticalmente en un soporte de papel enrollado y se ubica normalmente en el tokonoma (床の間), un pequeño espacio reservado para la decoración del interior de la casa tradicional japonesa donde a menudo se colocan arreglos florales o un bonsái. En el kakemono aparecen con frecuencia imágenes de la naturaleza, como también caligrafía artística.
[6] Calza, G. C., Op. cit., p. 191.
[7] La cita es de Chôji Nakauchi en Sato no Iro-ito. En japonés se usa la palabra chairoi, literalmente «color té» para referir el marrón, pero Kuki emplea aquí el término kasshoku, que se distingue del anterior.
[8] La música tradicional japonesa, interpretada con instrumentos como el koto, el shakuhachi, la biwa o el shamisen, posee escalas musicales propias y estándars melódicos que poco tienen que ver con la música occidental.