En un célebre pasaje de Ch’ing Yüan (siglo XI) se puede leer:
«Hace treinta años, antes de que este anciano monje (o sea, yo)
emprendiese el adiestramiento zen, solía ver una montaña como una montaña y un
río como un río. Después, tuve la suerte de encontrar maestros iluminados y,
bajo su dirección, pude alcanzar la iluminación hasta un cierto punto. En ese
estadio, cuando veía una montaña, ¡he aquí que no era una montaña! Cuando veía
un río, ¡he aquí que no era un río! Pero en estos días me he asentado en una
posición de tranquilidad definitiva. Como solía hacer en mis primeros años,
ahora veo una montaña sólo como una montaña y un río sólo como un río.»[1]
Es posible describir tres fases en este proceso: a) Un estadio inicial en el que la
conciencia participa de la convencional relación entre sujeto y objeto; es la
de la mente ordinaria. b) Un estadio intermedio en el que por efecto de
superación del dualismo el mundo exterior pierde su solidez ontológica y el hombre
pierde conciencia de su propio yo; es la experiencia de No Mente. c) Un estadio
final en el que el objeto (en el ejemplo, la montaña) se revela
de manera inmediata en la experiencia individual como un acontecer en el aquí y
ahora[2].
La superación del dualismo cognoscitivo es inmediata
porque no es fruto de un entrenamiento, aunque las palabras de Ch’ing Yüan
puedan sugerir lo contrario. Una interpretación de este pasaje diría que Ch’ing
Yüan se ha dado cuenta repentinamente, después de un largo proceso de
disciplinada búsqueda, de que éste era el camino equivocado, pues las
instrucciones recibidas para alcanzar la iluminación son inservibles. El zen no
se aprende ni se enseña. Simplemente, se encuentra.
Pero, más importante aún,
el pasaje nos indica que la ruptura del dualismo no se experimenta plenamente
desde la posición intermedia de la No Mente, en la que uno ya no se siente
sujeto de conocimiento, sino en el estadio posterior (c), en el que el
individuo asume desde su experiencia que existe una diferencia sustancial entre
las apariencias (estadio a) y la realidad (estadio b).
Retrato de un monje budista (China, dinastíaTang) |
Llegados hasta aquí, da la impresión de que el zen es una
especie de terapia antiintelectualista en la que un individuo reflexivo y
neurótico puede abandonar cómodamente sus preocupaciones dejando de pensar para
sentirse uno con el universo. Pero no es esto. El importante divulgador D. T.
Suzuki, dice en El zen y la
cultura japonesa que la experiencia zen de la vida no es la mística fusión
del hombre con la naturaleza, ni la aspiración a una calma infinita. Es la
vida, la vida con sus agitaciones y sus momentos de sosiego, la experiencia de la vida tal cual es[3].
La vida no es un escenario de
reposo o parálisis, sino actividad, fuerza, energía… Hay que tener mucho
cuidado con las palabras aquí. El propio Uchiyama usa indistintamente los
términos «fuerza» y «energía», como hemos visto en la cita precedente. Con
frecuencia se abusa de estos términos.
Ahora bien, al hablar de la experiencia
de la vida tal cual es, nos
encontramos con un problema. Si pretendemos profundizar desde el conocimiento
que poseemos hoy sobre la vida tal cual
es, y consideramos que ese tal cual
es se refiere precisamente a la vida en cuanto actividad independiente de
nuestro conocimiento, caemos en el error de tratar de apresar con el
conocimiento lo que está más allá del conocimiento. En las escrituras budistas
del Mahayana, este problema se solucionó desde el principio mencionando la
realidad tal cual es con la expresión
sánscrita tathâta, que suele
traducirse como «ser tal[4]»,
y a Buda se le menciona en ocasiones Tathâgata,
queriendo indicar que ha trascendido la ilusión de maya a través de su despertar en esa realidad tal cual es. En la filosofía occidental, el problema de conocer la realidad tal cual es considerándola
más allá del conocimiento, lo formuló el racionalista Descartes y posteriormente
fue abordado por los empiristas Locke, Hume y Berkeley, hasta desembocar en la
gran síntesis de Kant, quien acuñó la expresión cosa en sí (en alemán, Ding
an sich) para esa realidad independiente del conocimiento. Como es sabido,
Kant manifestó que no puede conocerse la cosa
en sí. Todo el proyecto filosófico de Schopenhauer surgió de la necesidad
de perfeccionar el sistema kantiano sustituyendo la incognoscible cosa en sí por la voluntad de vivir.
De la voluntad de vivir tenemos un conocimiento
inmediato e intuitivo al experimentarlo en nuestro propio cuerpo como deseo e
inclinación. «El cuerpo no es más que la voluntad, que se ha hecho visible»,
decía Schopenhauer. En cada deseo, en cada impulso, en cada gesto del cuerpo
descubrimos de manera privilegiada aquello que Kant consideraba inaccesible al
conocimiento: la realidad tal cual es.
Y por la vía de la experiencia interna de la voluntad, podemos inferir esa
voluntad universal que domina la actividad de la vida en todas sus
manifestaciones.
Fotografía de Schopenhauer |
A la cuestión de qué queda cuando
soltamos los pensamientos, los
analistas del zen responden con frecuencia que nos encontramos a nosotros mismos. A nosotros mismos sin
el condicionamiento de la mente. No a nosotros «sin mente» y por tanto
únicamente como cuerpo, sino a nosotros mismos no estando condicionados por el
lenguaje y el pensamiento. Es decir, a nosotros mismos funcionando como seres
naturales, como organismos vivos, como entidades en las que la fuerza de la
vida se encarna para seguir sus procesos vitales, los mismos que hacen crecer
la hierba o precipitan la llegada de la primavera. Esta idea de uno mismo como
expresión de la naturaleza viva sin el condicionante del pensamiento
consciente, es designada con el témino jiko
(«uno mismo»[5]) en el
budismo japonés. Si es un yo que está más allá del condicionamiento de la mente
pero no es un concepto místico, ¿qué es? Uchiyama lo describe sencillamente
como «la fuerza que hace que el corazón siga latiendo y los pulmones
respirando»[6], y añade
que es el poder creativo de la vida:
«Eso que llega antes de que lo
hiervas
o lo frías en tu pensamiento,
lo que precede a tus
elucubraciones,
la vida en carne viva, eso es jiko.»[7]
No
es algo ajeno a nosotros; más bien al contrario, es lo que estamos viviendo
siempre. Es la vida en funcionamiento:
«Si uno coloca la
mano sobre el corazón, puede sentirlo latiendo con firmeza. No late porque uno
piense hacerlo latir (…). Tengo un poco más de control sobre mi respiración que
sobre los latidos de mi corazón. Puedo hacer varias respiraciones mientras
pienso en ello, pero es completamente imposible para mí estar en permanente
control consciente de mi respiración. Dormirme temeroso, pensando que tal vez
pueda olvidarme de respirar determinadas veces por minuto durante la noche,
sería un terrible problema psicológico. Duermo confiando mi respiración al gran poder de la vida que está más allá de
mi control.»[8]
Si
nos gusta, podemos llamarlo literariamente «el gran poder de la vida». Si
pensamos desde Schopenhauer, lo llamaremos «voluntad de vivir». Lo importante
no es la palabra, sino lo que ésta refiere. Estamos hablando del «núcleo íntimo
de todo lo viviente», eso que nos empuja y nos lleva hacia la autoconservación,
hacia la práctica del sexo, hacia la expresión de los sentimientos amorosos.
Desde el budismo zen, concretamente, no se trata de
negar las pasiones humanas. Se trata, más bien, de dejarlas fluir sin que nos
arrastren y nos dominen. Ya indiqué que éste es el rasgo que más
significativamente separa el zen de otras formas de budismo. Si los deseos son
la causa del sufrimiento humano, entonces el esfuerzo por acallarlos, la avidez
por luchar contra ellos y alcanzar el éxtasis del nirvana, ese afán por la
salvación, es también puro deseo, y por tanto no permite escapar del
sufrimiento. Por el contrario, desde el budismo zen se entiende que «debido a
que los deseos y los anhelos son también manifestación de la fuerza vital, no
hay razón para odiarlos y tratar de eliminarlos»[9].
No muy lejos de esta idea se encuentra Kôshô Uchiyama cuando escribe:
«Ver todos los pensamientos y deseos descansando en el sustrato de la vida;
dejarlos ser como son sin dejarse arrastrar por ellos».
A lo que añade: «No es
cuestión de hacer un gran esfuerzo para no ser arrastrados por los deseos; lo
esencial es despertar y retornar a la
realidad de la vida»[10].
Retrato de Kôshô Uchiyama |
De todas las maneras concebibles en las que uno puede «despertar y retornar
a la realidad de la vida» (a esa «fuerza vital»), si queremos ser consecuentes
con el principio zen de que la mente no puede soltarse de manera deliberada,
todas aquellas en las que el individuo ejerce alguna forma de esfuerzo mental
habríamos de darlas por inútiles. Allí donde hay esfuerzo mental, allí donde
hay planificación u objetivos, no puede darse la experiencia zen de No Mente. Cualquier
técnica que comporte disciplina de la mente habría de quedar descartada. Eliminemos,
pues, el yoga, la meditación trascendental, la práctica de cualquier forma de
ascetismo, de disciplina o de autorrepresión mental; eliminemos la psicoterapia
y todas las actitudes intencionadamente encaminadas a alguna forma de
redención, de superación del dolor, de búsqueda deliberada del nirvana. Y quizá, por último, habría que
descartar también el zazen, puesto que
en su versión estandarizada exige disciplina en la una atenta vigilancia del
cuerpo con la mente consciente, por mucho que ésta haya soltado sus contenidos
y haya logrado acompasarse con el cuerpo.
Paradójico, ¿no? Desde luego que sí.
Paradójico, ¿no? Desde luego que sí.
[1] Ch’uan
Teng Lu, 22, citado por Watts, (1957/2006), El camino del Zen, Barcelona, RBA, pág. 149, y por Toshihiko Izutsu (1977/2009), Hacia una filosofía
del budismo zen, Madrid, Trotta, pág. 167. Recojo aquí la traducción de
Toshihiko Izutsu.
[2]
Izutsu, Op. Cit., pág. 178.
[3] Daisetz T. Suzuki (1959/1996): El zen y la cultura japonesa, Barcelona,
Paidós.
[4]
Parece haber una relación de parentesco entre el término sánscrito tat, el español tal y el inglés that,
todos ellos procedentes de la lengua protoindoeuropea del que surgió el sánscrito,
el latín y el antiguo anglogermánico.
[5]
El término jiko, 自己,
normalmente se traduce del japonés como «uno mismo», pero su significado
popular es algo así como «ser personal», con una clara connotación psicológica
de «yo consciente», de un modo parecido a como en general nos referimos en
nuestra lengua al «yo». En el budismo zen, sin embargo, posee el significado
técnico especificado de «yo no condicionado por la mente».
[6]
Uchiyama (2004/2009), Abrir la mano del pensamiento. Fundamentos de la práctica del budismo zen, Barcelona, Kairós, pág. 71.
[7]
Uchiyama, Op. cit., pag. 72. La
expresión «la vida en carne viva» es una traducción del original «nama no inochi» (生の命),
que significa «la vida en crudo» o «la cruda vida».
[8]
Uchiyama, Op. cit., pag. 75 (el
subrayado es mío).
[9]
Uchiyama, Op. cit., pág. 99.
[10]
Uchiyama, Op. cit., pág. 99 (el
subrayado es mío).