Uno de los filósofos
japoneses contemporáneos que mejor ha sabido explicar el zen es Kôshô Uchiyama
(1912-1999). Uchiyama fue monje zen desde 1940, abad del monasterio de Antaiji,
autor de más de 20 libros sobre el zen y profesor de filosofía occidental en la
Universidad de Waseda. En 1975 se retiró con su esposa a un pequeño templo de
las afueras de Kioto, donde permaneció hasta su muerte en 1999.
Partiré de una frase reveladora:
«Todos nuestros pensamientos y sentimientos son una forma de secreción[1]». Con la
expresión «secreción», Uchiyama quiere decir algo así como «proyección», lo que
no está muy lejos del idealismo trascendental de Kant o del concepto de
representación de Schopenhauer.
Al fin y al cabo, si no entramos en detalles,
la idea general es la misma: vivimos atrapados en nuestra propia cápsula
cognoscitiva, de manera que todo cuanto percibimos o conocemos tiene su
ocurrencia en nuestro mundo mental subjetivo. La imagen del yo que nos formamos
depende no sólo de nuestros conocimientos acerca de nuestros estados mentales,
sino también acerca de todo lo que suponemos no es el yo (las personas que nos
rodean y nuestra relación con ellas, por ejemplo), pero en realidad todos esos
conocimientos son también representaciones, así que la conciencia del yo se
nutre de contenidos de ese mismo yo conocedor, y no de algo exterior a él. Por
si fuera poco, no nos es posible cuestionar el propio yo. Pues si uno afirmara:
«Yo no soy únicamente la idea de mí mismo», estaría presuponiendo otra idea de
sí mismo, que es la del «yo» inicial de la frase.
Kôshô Uchiyama |
Los comentaristas del budismo zen insisten en que la mente no puede
actuar sobre sí misma. Suelen hablar de mente
dividida para referirse al hecho de que cuando la mente piensa en sí misma
incurre en una ilusión: la de creer que puede objetivarse, que puede conocerse
en su integridad y de algún modo ser dirigida o conducida. Esto no es posible
hacerlo, pues quien supuestamente conoce, dirige o conduce la mente es la
propia mente, que ha sido desplazada, quitándose del campo de visión y
poniéndose, como quien dice, detrás de la cámara. Puede creer que ella es el
objeto, pero no es así: también es el sujeto. Se ha dividido, y al dividirse no
puede ejercer ese control que pretendía. Al reflexionar sobre sí misma ha caído
en el error de identificarse con su propia imagen.
He de añadir que la mente no sólo se divide cuando piensa en sí misma.
También lo hace, en una instancia anterior, por el mero hecho de considerar que
hay un exterior al sujeto que es el objeto de conocimiento o experiencia. Es la
estructura conocedor-conocido lo que confiere a la mente su carácter dual. Ésta
se desdobla al conocer el objeto, pero también al conocerse a sí misma como
conocedora del objeto, y como conocedora de sí misma conociendo que conoce el
objeto, y así hasta el infinito, lo que obviamente no ocurre en la experiencia
ordinaria. En ella percibimos tanto lo exterior al sujeto de la percepción («Veo la montaña») como lo interior («Soy feliz»). Pero la montaña percibida es tan
parte del sujeto cognoscente como la felicidad que siento. En realidad, al zen
no le interesa tanto la conciencia no intencional que se expresa en
proposiciones que describen estados internos tipo «Soy feliz», como la
conciencia de estados externos, pues es en ellos en los que más fácilmente
puede captarse la realidad no dual de la experiencia (la superación de la dicotomía sujeto-objeto).
No podemos trascender esta dualidad si creemos en un yo substancial enfrentado
a una realidad ajena al yo. Sólo podemos hacerlo si entendemos que ambos, el
sujeto y el objeto, son parte de mi representación, y que la representación no
es más que una especie de telaraña ilusoria que oculta la realidad, que es no
intencional.
A algunos les
parecerá que esta especulación es un puro galimatías teórico, pero estamos describiendo algo bastante obvio que tiene una inmediata repercusión
sobre la vida práctica: se trata, en definitiva, de la constatación de que
cualquier intento de objetivar
nuestros propios contenidos mentales creyendo que, de este modo, al observarnos
«desde fuera» podemos solucionar algún problema, es un esfuerzo inútil. Pues no
hay un «fuera» desde el que podemos observar. No podemos salir de la mente con
la mente. No podemos liberarnos de ella. Vivimos, por ello, atrapados en el
mundo del conocimiento y de la percepción. El conocimiento y la percepción es
lo que desde la tradición filosófica brahamánica se denomina en sánscrito nama-rupa (nombre y forma), que
constituyen la ilusión, maya, con la
que vivimos en el mundo fenoménico. El budismo chino-japonés mantiene esta
vieja idea india y le añade un matiz radicalmente antiintelectualista: el mundo
conocido, categorizado, encorsetado con el afán ordenador de una mente racional,
es un mundo en el que la cháchara de las definiciones produce tal confusión que
sobre él no hay nada interesante que decir.
Pero Uchiyama, como otros filósofos
que se han esforzado por explicar esta variante del budismo, sí tienen algo
interesante que decir. Pues han de aclarar todavía cómo puede el individuo
escapar de esta ilusión, si es que logra hacerlo. Es fácil adivinar que la
única alternativa que tenemos es acordarnos de que nosotros como individuos no
sólo somos mente, sino un compuesto de mente y cuerpo, y que es a través del cuerpo como lo vamos a
lograr. Los propios analistas del zen, casi siempre monjes o eruditos, se
refieren a este trabajo del cuerpo como «meditación sentada» (zazen), pero no es exactamente
meditación.
Es una manera de acallar la mente para dejar que el cuerpo hable. Muchos
de estos monjes o eruditos han practicado zazen
durante toda su vida y se refieren a él como una experiencia no mental. No deja
de ser curioso, por cierto, que sean capaces de describirlo (lo cual consiguen con diferentes resultados) al mismo tiempo que advierten de las
limitaciones del conocimiento racional y rechazan el engaño al que está
normalmente sometido.
Monje en posición zazen |
El zazen no es sentarse con la mente en blanco, ni es la concentración
en un punto sensible para focalizar los pensamientos en un único objeto, ni es
tampoco meditación metódica. Es, como he sugerido más arriba, hacer algo con el
cuerpo, más que con la mente: adoptar una postura corporal adecuada, respirar
profundamente, quedarse en auténtica calma e ir soltando los pensamientos al
tiempo que uno se esfuerza por mantener la postura correcta. El cuerpo es quien
lleva la iniciativa en esta situación, y por ello se habla de estado de «No
Mente». Un modo sencillo de explicar qué es el estado de No Mente es decir que
en posición de zazen la mente se hace
cuerpo. La mente se pone en situación de ser sólo consciente de lo que está
pasando «aquí y ahora», y eso que está pasando en el «aquí y ahora» es estar
sentado con las piernas cruzadas y la espalda recta, respirando y dejando que
los pensamientos pasen de largo sin aferrarse a ellos. Uchiyama lo explica en
estos términos:
«Zazen no es pensar; tampoco
es dormir. Practicar zazen es estar
llenos de vida esforzándonos en mantener la postura correcta de zazen. Si nos adormecemos mientras
hacemos zazen nuestra energía se
disipa y nuestro cuerpo se desestabiliza. Si perseguimos nuestros pensamientos
nuestra postura se vuelve rígida. Zazen
no es ni estar laxo y falto de vida, ni tenso; nuestra postura debe estar llena
de vida y energía»[2].
Uno se pregunta
entonces qué es lo que pretende el budismo zen. Qué gana un practicante de zazen. Qué estado es ése de No Mente en
el que la realidad aparece sin el condicionamiento de la representación
cognitiva. ¿Cómo puede uno experimentar algo si la mente conocedora, situada en
el espacio y el tiempo, con todo su cúmulo de recuerdos, con sus deseos y
esperanzas a cuestas, no existe ya? ¿Qué queda cuando uno suelta sus contenidos mentales?
Como
decíamos, es una experiencia en la que, al no haber ya sujeto conocedor ni objeto conocido, la realidad tiene
lugar en un «eterno ahora». Como tal, no se puede decir que sea una experiencia
mental, pues la mente no ejerce ningún control. Es un actuar sin pensar, o
mejor dicho, un dejar que la acción ocurra sin aferrarse mentalmente a ella.
Más que de anular la actividad mental, se trata de «no agarrar la mente con la
mente», quedándose quietamente sentado mientras la hierba crece[3]. No se necesita
para ello dejar de pensar, sino dejar de pensar que tenemos que dejar de pensar,
permitiendo que la realidad natural, no la realidad conocida sino la realidad tal cual es, siga su corriente y se exprese en nosotros como parte que somos
de su totalidad.
Pues el intento de barrer los pensamientos, es, como decía el
filósofo japonés Bankei Yôtaku (1622-1693), una actividad tan inútil como lavar
manchas de sangre con sangre.
Bankei Yôtaku |
Esta
ruptura de la actividad intencional de la mente implica una suerte de retirada
del mundo fenoménico, por usar la expresión de Schopenhauer. Así, volviendo al
ejemplo anterior, la experiencia
que refiere la expresión «Veo la montaña» no dejará de ser intencional hasta
que se considere idéntica a estas otras tres expresiones: «La montaña me ve»,
«La montaña ve la montaña», «Me veo a mí mismo». Estas cuatro frases, una vez
entendidas como sinónimas, se pueden reducir a una sola exclamación:
«¡Montaña!». Naturalmente, también se pueden reducir a «¡Yo!», o a «¡Ve!». Pero
quizá la expresión que más se aproxime a la experiencia zen sea la de una frase
construida con verbo intransitivo: «La montaña se hace visible» (aún mejor:
«La visibilidad de la montaña acontece»). Este acontecer, en la medida en que
se realiza en nosotros, no es ya una representación de nuestra mente sino una
experiencia del cuerpo.
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