De importancia crucial en la cultura japonesa, no es fácil dirimir si el budismo zen es más una religión que una
filosofía o lo contrario. Se suele decir para solventar esta cuestión que no es ni
lo uno ni lo otro, sino una corriente espiritual o un camino de liberación, una
vía de iluminación, una actitud ante la vida o, simplemente, un «despertar»
ante la realidad. Hay numerosas variantes del zen e interpretaciones distintas
de cada una de ellas, así que lo más recomendable es dejar de poner etiquetas y
tratar de comprender el fenómeno dentro del contexto de la sabiduría oriental.
Lo mismo podría decirse para el vedanta, el yoga, el taoísmo o el
confucianismo. Todas ellas son corrientes culturales que se desarrollaron
inicialmente en forma de especulación teórica escrita, pero que pronto encontraron
vías prácticas de realización a través de técnicas de meditación o actitudes
específicas, y de las que han derivado rituales, doctrina religiosa y en
algunos casos organización monástica.
En el caso del budismo zen, cabe
destacar su origen chino. Las más importantes escuelas zen se originan en China
en la era Tang (siglos VII-IX) y sus enseñanzas se divulgan en la literatura
religiosa durante la era Song (siglos X-XIII). Aunque tradicionalmente se
considera que el fundador mítico (Bodhidharma, siglo VI) fue un indio que viajó
a China, los primeros maestros del zen, llamados «patriarcas», fueron chinos.
Como dijo Daisetz Teitarô Suzuki, el zen es una revolución china contra el
budismo indio.
Una revolución tranquila y sensata, podríamos añadir, que sólo
pudo hacerse gracias a la existencia de dos culturas bien arraigadas en la
China de entonces: el confucianismo y el taoísmo.
Daistetz Teitarô Suzuki |
Por un lado, desde el clima cultural que había facilitado el
confucianismo vigente en la China del período Tang, el budismo recientemente
introducido tenía que ser entendido de una manera bastante menos rigorista que
como se había difundido en su lugar de origen, la India. El confucianismo es
una doctrina social pragmática, favorable a las convenciones, a la cortesía y
al cumplimiento de los deberes filiales; es al mismo tiempo una visión
humanista de la vida, contraria a toda forma de fanatismo basado en ideales o
en supuestas verdades metafísicas. Una de las ideas clave del confucianismo
dice así: «Es el hombre quien hace que la verdad sea grande, no la verdad lo
que engrandece al hombre». Ya desde este postulado podemos vislumbrar cómo la
cultura china modeló el budismo indio rebajando sus aristas, haciéndolo más
propicio para el común de los mortales, más asumible para gente que en lugar de
renunciar a los placeres de la vida, en lugar de convertirse en un asceta o un
santo, prefería vivir con su trabajo cotidiano y su familia. Gente que no
estaba dispuesta a domeñar sus instintos y sus pasiones normales porque no
veían nada malo en ellas.
Por otro lado, los primeros textos del budismo zen chino (budismo Chan[1]) están
marcadamente influidos por el taoísmo filosófico. Frente al regulacionismo
confuciano, el taoísmo defiende la espontaneidad del individuo y su inmersión
en el curso de la naturaleza. En lugar de regular la convivencia social,
pretende dar cabida a las aspiraciones de quienes, cansados de normas y
responsabilidades, se desmarcan de la sociedad para vivir sin afectación,
«dejándose llevar» (wu wei: no
forzar, no planificar), sin someterse a la presión de las complicadas
situaciones en las que los seres humanos nos vemos envueltos en el curso de
nuestra vida, superando toda tensión y manteniendo una actitud de desasimiento
mental que queda bien plasmada en esta frase de Chuang-tzu: «El hombre perfecto
usa su mente como un espejo. No aferra nada, no rechaza nada. Recibe, pero no
conserva». No hay que procurar conseguir nada, sino seguir el curso de la vida;
no hay meta que alcanzar, no hay preceptos que cumplir, no hay culpas ni
castigos, ni logros ni recompensas, sino únicamente el disfrute del propio
fluir por la existencia. La arraigada presencia del taoísmo convertirá al
budismo llegado a China desde la India en un camino fácilmente transitable que
puede recorrerse desde una actitud mental casi ingenuamente desprovista de
pretensiones intelectuales. Así pues, si la influencia del confucianismo hace
del budismo una doctrina más al alcance de cualquier ser humano, la del taoísmo
la convierte en una práctica antiintelectualista.
El budismo zen había llegado a China como un desarrollo del budismo
Mahayana, que se expandió por el norte de la India hacia Oriente, a diferencia
del Theravada, que lo hizo por el sur. En algunos textos muy antiguos del
Mahayana ya estaba presente la idea de que caer en la pretensión de alcanzar la
iluminación es caer en un círculo vicioso. Sobre todo en la filosofía de
Nagarjuna (en torno al año 200 de nuestra era), conocida como Sunyavada o doctrina del vacío, se muestra la relatividad de
cualquier posición metafísica. Intentar conseguir el nirvana es absurdo.
Si el nirvana
es el estado de no aferrar con la mente, tratar de aferrarse al nirvana es obviamente
autocontradictorio. Este escepticismo hacia la propia idea de «conseguir algo»
marcará profundamente el budismo zen. Detrás de las muy citadas fórmulas
mahayanistas «nirvana es samsara» o «el vacío es la forma y la
forma es el vacío», se esconde toda una serie de paradojas que tienen un común
aire de familia y que hablan de la imposibilidad de conseguir aquello que por
definición sólo sobreviene cuando no se busca de manera deliberada. Actuar
sobre la propia mente para intentar acallarla es absurdo. Si uno intenta no
pensar en nada, ya está pensando en algo. Si uno se esfuerza incluso por
aferrarse a la idea de que la mente es algo no substancial, impermanente, ya
está anclando su conciencia en una substancia.
Si uno entrega su vida a la
búsqueda de la iluminación, en lugar de liberarse se condena, pues se ata a su
propósito. Como dijo Lin Chi (en japonés, Rinzai):
Representación de Nagarjuna |
Lin Chi |
«En el budismo no cabe hacer esfuerzos. Sé ordinario y nada especial.
Descarga tus intestinos y tu vejiga, ponte la ropa, come tu comida. Cuando
estés cansado, vete a acostar. Los ignorantes quizá se rían de mí, pero los
sabios comprenderán»[2].
Unas palabras de clara resonancia taoísta. La actitud adecuada es la de
soltar los pensamientos, pero sin
tratar de esforzarse lo más mínimo en ello, sin tratar de alcanzar ningún
estado especial o superior de espiritualidad, pues quien persigue voluntaria y
esforzadamente la iluminación, queda preso del dictum de su propia
mente. Ésta es la contradicción performativa, que siguiendo a Nagarjuna,
denunciarán los patriarcas del budismo zen.
La paradoja es asimismo aplicable a la conciencia de la mutabilidad de
los fenómenos que nos rodean (cuanto más cambiante se ve todo, más
permanente se hace la idea de que todo es cambiante) y a la pretensión de negación del yo: la mente se afirma al intentar negarse. Es
especialmente notorio en este último caso: cuanto más intenta uno convencerse
de que la mente es un flujo de conciencia siempre cambiante, más se estabiliza
la mente, pues ¿qué, si no la mente, es lo que está tratando de convencerse? Es ella la que sale
reforzada por ser el sujeto del que se predica una cualidad (la impermanencia).
La mente no se puede liberar de la contradicción performativa mientras persista
en su intención.
La conciencia de la mutabilidad se libera de la contradicción
únicamente cuando la mente se suelta
de toda intención y cae, desprendiéndose de la estructura dualista que la
conforma; me refiero a la estructura, que el budismo considera convencional, no
ontológica, mente/realidad, sujeto/objeto o conocedor/conocido. No entra
entonces en un estado de fascinación hipnótica o de trance. Tampoco en un
estado de meditación consciente, ni siquiera en una conciencia de la absorción
del sujeto por parte del objeto. Es una experiencia en la que, al no haber nada
que conocer ni nadie para conocerlo, los procesos simplemente tienen lugar,
ocurren, suceden en un «eterno ahora».
Ideograma de "Zen" |
Soy consciente de que la experiencia «No Mente» requiere una
explicación más asequible y en posteriores artículos me ocuparé de ello, pero ahora interesa
destacar que el principal rasgo que distingue el budismo zen de otras formas de
budismo es precisamente la recuperación del estado de «No Mente» desde la
conciencia subjetiva individual. Es lo que hace especialmente compatible «el
despertar» con la experiencia de la vida cotidiana, lo que lo hace asumible por
cualquier mortal sin voluntad de convertirse en un iluminado: entrar en el despertar y
recuperarlo desde la vida cotidiana no requiere ningún esfuerzo de negación de
las pasiones humanas. El zen no promueve ninguna forma de ascetismo, ningún
rigorista sacrificio de las inclinaciones, ninguna renuncia al sustrato
emocional en el que vivimos inmersos los seres humanos. El precepto budista
conocido como la «Segunda Noble Verdad», que afirma que la causa del
sufrimiento y la frustración es el afán por aferrarse (el deseo, la pasión, la ansiedad), no es violado por el zen, pero sí interpretado
con matices que recuerdan la filosofía taoísta de la que procede. Las pasiones
no hay que reprimirlas, lo que no significa que se las ha de permitir expresarse
a sus anchas sin limitación; más bien se trata de vivirlas en la vida cotidiana
dejándolas fluir, adecuadamente canalizadas, desde la experiencia no dualista
de fusión con (o inmersión en) esa fuerza vital que más
allá de nuestra percepción y de nuestro conocimiento atraviesa la realidad en
su conjunto.
[1] Una denominación que tiene su origen en la palabra
sánscrita dhyana (en pali, jhana), que significa «contemplación» o «meditación».
[2]
Lin Chi Lu, citado en Alan Watts (1957/2006), El camino del Zen,
Barcelona, RBA, pág. 122.
[3] Daisetz Teitaro Suzuki, (s.f./1992), Introducción
al budismo zen, Bilbao, Mensajero, pág. 137.
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